Don Paco: ¿puedo llamarle Fran?
Los cuatro fogonazos de la Selección nos hacen varias sugestiones contradictorias: en primer lugar, la de que a pesar de su internacionalización el fútbol español sigue alumbrando jugadores del máximo nivel; en segundo, que dada la ausencia de Alfonso, Kiko, De la Peña, Alkiza, Guti, Celades, Gerard y compañía, la calidad tiene la garantía de la cantidad; y en tercero, que muchos de los mejores, llámense Fran, Urzaiz, Luis Enrique, Dani o Víctor, han alcanzado su cotización después de superar una ingrata carrera de obstáculos por la que cruzan directivos caprichosos, agentes dobles, ojeadores aburridos, críticos miopes y familiares impacientes. Para alcanzar la Primera División no han tenido otro remedio que sobrevivir a semejante corte filistea.Tampoco han disfrutado de la ventaja de llamarse MacManaman. Para empezar, a los distantes MacManaman se les juzga estrictamente por lo que saben hacer con la pelota; pero si te llamas Luis Enrique o Iván de la Peña y te has criado en casa puedes despedirte del beneficio de la duda. Peor aún, en ese caso te espera el síndrome del pariente. En cuanto se acostumbran a tu regate y a tu cara te conviertes en una especie de sobrino calavera y empiezas a ser juzgado por tu corte de pelo, por la marca de tu reloj, por el tamaño de tu coche o por el tinte de pelo que luce tu novia. Entonces se olvidan de ti y fichan a Zenden. O a MacManaman.
Así, por ejemplo, si nos fijamos en Fran descubriremos el extraño caso de un geniecillo precoz que desde juvenil manejaba un llamativo repertorio de habilidades y picardías. Además tenía el carisma de los zurdos, esa enigmática visión invertida que les permite seguir la jugada desde el otro lado del espejo. Era la última expresión de la estirpe de chicos capaces de ver el mundo al revés que había empezado en Ferenc Puskas.
Sin embargo, en una de esas turbulencias del mercado, el Madrid, que había conseguido sus derechos, se deshizo de él, y a partir de entonces Fran vivió un extraño vodevil en el que se le exigió bailar indistintamente con Arsenio, Toschack o Javier Irureta. Fue sin duda uno de los artífices del Superdepor, pero siempre careció del reconocimiento que se dispensa a las figuras exóticas de las que sólo conocemos un nombre y un estilo.
Es indudable que en su club hubo siempre un nuevo mago brasileño por el que apostar. Al principio el preferido era Bebebo, aquel animalito de área que revoloteaba como un colibrí y picaba como un escorpión. Salvo el fatídico día en que miró hacia otra parte para no tirar el penalti que valía un título de Liga, nadie se atrevió a discutir su primacía.
Luego llegó Rivaldo. Esta vez el enemigo no sólo era bueno ; también era zurdo. Venía de seducir a la torcida de Palmeiras con su claqué tropical, su explosivo zigzag de liebre y sus tiros endiablados a la curva del palo. Cuando abandonó el barco en el último minuto, todos pensaron que al fin había sonado la hora de Fran. Fue entonces cuando apareció Djalminha.
Ahora el mago se disfrazaba de equilibrista. Braceaba como un funámbulo, miraba a un lado, se inclinaba al otro y cuando querías echarle una mano te había metido un sombrero, dos caños y un disparo a traición. Nuevamente, el enemigo no sólo era bueno: también era brasileño.
Aunque hoy, con casi treinta años, Fran ni siquiera ha sido diez veces internacional, queremos pensar que está a tiempo de conseguir su minuto de gloria. Viéndole enganchar con Guardiola y Raúl podemos predecir que, geniecillo al fin, conseguirá volver a su bosque de eucaliptos precedido de un vapor azulado, donde el fútbol se funde con la misteriosa bruma gallega.
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