El perfume y la esencia [HH] RAFAEL ARGULLOL
Siempre me ha llamado la atención la intimidad cotidiana de estas dos palabras, tan alejadas sin embargo en el horizonte de las evocaciones: el perfume nos remite a la percepción placentera de un olor, mientras que por la esencia viajamos a las fuentes secretas de los olores utilizando un término que también nos acerca a la fuente única de toda sensación. Algo de esta ambigüedad semántica se halla asimismo en la pintura moderna y, de un modo especialmente espectacular, en la norteamericana de posguerra, con una notable selección en la exposición que hoy se cierra en la Fundación de La Caixa -"Made in USA (1940-1970). De l"expresionisme abstracte al pop art"-. Abruptamente la lúdica captación del perfume y la búsqueda de la esencia se han expuesto conjuntamente, fruto, es verdad, de las necesidades de la exposición, pero asimismo de un real fenómeno histórico que concentró en Nueva York, después de la II Guerra Mundial, las grandes exploraciones que la modernidad pictórica había aventurado previamente en París, Berlín o Viena. Mark Rothko no tenía razón cuando atacó a su galerista por poner sus cuadros junto a los de los artistas pop ni cuando se indignó al ver las latas de sopa convertidas en obra de arte: independientemente de la mercantilización salvaje del arte norteamericano -tanto del pop como del expresionismo abstracto-, hay una consecuencia implacable en los bodegones de Andy Warhol y compañía, en los que reconocemos una forma particularmente depurada del afán de la modernidad por traducir una cultura de lo efímero y de lo contingente. Por capturar y transmitir el perfume, si se quiere. Pero el riesgo no era el bodegón como tal, sino la aceptación de su centralidad en la civilización contemporánea, de manera que se abriera, como así ha sido, la puerta a la invasión universal del kitsch. Es la trivialización y adulteración del perfume, precisamente desde el olvido de la esencia, lo que facilita el paso de la cultura de lo efímero, en la que todavía puede estar presente una aproximación crítica a la realidad, a una cultura de la banalidad sin resistencia crítica alguna. Aunque despierte en mí poca pasión y tenga dudas acerca de su perdurabilidad más allá de los mecanismos epocales que lo han protegido y difundido agradezco en el pop art la explicitación irónica de cierto perfume, intenso y peculiar, del siglo XX. Es una mirada, a menudo aguda, casi siempre corrosiva, sobre los mitos dibujados en la piel de nuestro tiempo. El expresionismo abstracto, por el contrario, quiere atravesar la carne, dejando atrás los perfumes para olfatear la esencia. Es la fase más aguda, límite en cierto modo, en la que se manifiesta la paradoja central del arte moderno occidental: la representación que quiere dejar de ser representación para ser puro conocimiento. Lo que une a los Motherwell, Pollock, de Kooning, Rothko es la voluntad de dejar atrás definitivamente la creencia de que el arte era la manifestación sensible de la idea, según escribía Hegel, para llegar a ser idea sin mediaciones. A este respecto resulta lógico que, al desprenderse de la concepción clásico-renacentista europea, acabe prevaleciendo un arte ya no europeo: pese a sus vínculos con Turner o Cézanne, con la estética expresionista alemana, con los gestos de Duchamp, es coherente que el desarrollo último del abstraccionismo se dé fuera del Viejo Continente. En un escenario de grandes espacios y grandes metrópolis en el que la falta de tradición facilita la introducción de todo tipo de tradiciones. Mark Rothko (del que actualmente hay una gran retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de París) es el mejor ejemplo de este desplazamiento radical. Nacido ruso y judío como Marcus Rothkovitz, su nueva identidad norteamericana, que le permite la inmersión en el arte occidental, no elimina el continuo aflorar de las identidades anteriores. Tanto el hermetismo judío como, quizá en mayor proporción, el legado espiritual ruso del icono afluyen poderosamente en su concepción de la pintura, de la que quiere "eliminar los obstáculos entre el pintor y la idea, entre la idea y el espectador". De la misma forma en que Andy Warhol es el pintor del perfume, de un cierto perfume malicioso y mordaz que encontramos admirablemente descrito en las páginas de Truman Capote, Mark Rothko es el pintor de la esencia, de un modo tan rotundo que desborda la introspección europea acerca del arte como conocimiento para acercarse a las espiritualidades descarnadas del judaísmo y del cristianismo ortodoxo. En un caso y otro nos encontramos ante consecuencias inherentes al arte de la modernidad y no supone ninguna herejía -aunque sí una ironía- situar a Warhol junto a Rothko como lo hacen muchos museos. Comoquiera que sea, y a diferencia de lo que me sucede con el pop art, que me interesa mucho más como fenómeno que como arte, el expresionismo abstracto es mucho más importante como arte que como fenómeno. Sin las pinturas del perfume echaríamos en falta las máscaras que nos ayudan a sobrevivir. Pero es el olor de la esencia que nos hace sentir y comprender de una manera distinta. Aunque ahí ya no se trata de palabras, ni siquiera de imágenes, sino de aquello que uno puede experimentar ante las pinturas de Mark Rothko de la Tate Gallery o de la Capilla Octogonal de Houston.
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