Hambre y biotecnología
CON FRECUENCIA, los efectos negativos de ciertas aplicaciones de la ciencia y la técnica nos hacen olvidar sus efectos beneficiosos pasados, presentes y también los que pueden obtenerse en el futuro. El primer Foro Mundial de las Ciencias de la Vida, reunido en Lyón, nos ha recordado que muchos problemas que afligen hoy a una parte importante de la humanidad sólo pueden ser afrontados con más ciencia, no con menos. Los participantes se han centrado en el que puede considerarse como el más acuciante de todos: el hambre en el mundo. Cerca de un 15% de la población mundial sufre hambre, y hasta un 40%, de malnutrición. Y las perspectivas no parecen muy halagüeñas. En los territorios donde con mayor intensidad se sufre esta lacra, la población sigue aumentando, mientras que las reservas de tierra apta para el cultivo y de agua dulce están estancadas o decrecen.No es fácil ofrecer a quienes pasan hambre soluciones cuya aplicación deba esperar a que cambien esos factores; en el mejor de los casos, el cambio será demasiado lento para aliviar sus sufrimientos. Así que el foro ha defendido enérgicamente la aplicación de la biotecnología a la agricultura con el fin de aumentar el rendimiento de las cosechas en esas duras condiciones ambientales. La preocupación por los productos transgénicos es lícita, aunque, más que sobre hechos objetivos, se apoye en temores razonables. Toda precaución es poca, especialmente cuando dichos alimentos no son necesarios, dada la sobreproducción de otros convencionales en los países más desarrollados. Pero no se puede olvidar que en una parte sustancial del mundo lo que hay es escasez, y que esa escasez no se debe únicamente a factores sociales, políticos y culturales, sino también a condiciones objetivas difíciles. En ese contexto, plantas resistentes a las plagas, a la sequía o que prosperen en tierras pobres podrían suponer un avance importante para esas poblaciones.
El problema no se sitúa tanto en el plano de la conveniencia de utilizar o no plantas modificadas genéticamente, sino en que esas plantas son en la actualidad monopolio de compañías muy poderosas. Es fácil por ello que esto derive a situaciones de dependencia respecto de esas compañías, perjuicios a los agricultores locales o prácticas que, al responder al exclusivo criterio de rentabilidad, podrían ser contraproducentes para el alivio duradero del hambre. También sobre estos temas se ha discutido en Lyón, donde se ha recomendado mayor participación de las instituciones públicas e internacionales en la investigación, el desarrollo y la difusión de nuevas técnicas biológicas.
Si, como ocurre ahora, el dinero público se retira de este campo y es la empresa privada la que tiene que afrontar los ingentes gastos asociados a la investigación y al control exigible a todos estos productos, no es de extrañar que prevalgan las tentaciones monopolistas en su uso y en la maximización de beneficios. Hace falta, por tanto, más ciencia y mayor difusión de esa ciencia. Y esto implica más dinero, más compromiso público en las tareas de investigación y una mayor transferencia de conocimientos al Tercer Mundo.
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