Otro aeropuerto
En su libro El imitador de voces cuenta Thomas Bernhard el caso de un hombre que, tras viajar a Egipto y sentirse brutalmente decepcionado al descubrir la diferencia insalvable entre lo que le prometieron los folletos turísticos y lo que él veía, decidió emprender una campaña antipublicitaria personal y poner una serie de anuncios en los periódicos, donde explicaba que El Cairo no era el paraíso del que hablaban las agencias de viaje, sino una ciudad sucia y peligrosa en la que todo tenía un precio abusivo; que las pirámides se encontraban en un estado de conservación lamentable, en especial la de Keops; que, en directo, la Esfinge no era ni la mitad de impresionante que en las fotografías de los anuncios.Dejando al margen la razón o sinrazón de los juicios estéticos de aquel extraño ciudadano justiciero, resulta evidente que su actitud es toda una metáfora de ese abismo que parece separar dos ámbitos por lo visto irreconciliables: el mundo real y el de la propaganda. Cualquiera de nosotros hace ya mucho que sabe que la publicidad tiene menos que ver con la información que con el engaño; que en el planeta del marketing lo único que importa es conseguir que la gente gaste su dinero en cosas que no necesita o en productos milagrosos capaces de solucionar desde la calvicie hasta el exceso de kilos, desde el acné juvenil hasta las patas de gallo. No hay más que enchufar la televisión y mirar uno de esos espacios de venta a domicilio para ver que aquí no hay nada imposible: usted marca un número de teléfono y una semana después llaman a su puerta para entregarle una joya digna de la reina de Inglaterra, un plumero telescópico, una pulsera mágica contra el reúma, un remedio infalible contra el insomnio y hasta una diminuta alarma ultrasónica para poner en fuga a los perros asesinos. Todos ustedes, vienen a decirnos estos embaucadores, son humildes o normales nada más que porque les da la gana, porque no están dispuestos a hacer un pequeño esfuerzo económico para vivir como emperadores con nuestro jacuzzi portátil, para usar el dentífrico que le hará tener unos dientes tan blancos y tan perfectos que a su lado los de Farrah Fawcett Major parecerían las muelas de una cabra vieja o lograr, gracias a los más sofisticados aparatos gimnásticos y sin apenas hacer ejercicio, unos músculos que harían palidecer a Arnold Schwarzenegger. Por desgracia, da la impresión de que ni el cinismo tiene límite ni hay nadie dispuesto a ponérselo, con lo cual lo más preocupante no es la existencia de los timadores, sino su impunidad.
Por supuesto que habrá grados de perversión en todo este asunto, pero en general, es difícil no sospechar que la mayor parte de los reclamos con que llaman nuestra atención no están ahí para hacernos ver, sino para volvernos ciegos. Es curioso, estos días, cómo conviven en los diarios las informaciones sobre el estado catástrofico de nuestros aeropuertos y los panfletos de sus responsables. En las primeras uno ve a viajeros rotos por la desesperación y el cansancio, dormidos en las salas de espera de Barajas. Los datos son escalofriantes: el 94% de los vuelos internacionales sufre demoras a causa de la huelga de pilotos y la sobrecarga de tráfico originada por la guerra; un buen número de ellos son cancelados y las condiciones en que los usuarios sobrellevan esta crisis parecen terribles, una mezcla de incomodidad, desinformación y abandono. Es de esperar que le den a los camaradas pilotos el aumento de sueldo y las condiciones laborales que piden, para que así tengan tiempo de preparar a conciencia el paro del próximo verano y logren con él otra buena tajada. Ya lo he dicho antes: en este país hay mucho agua sucia y muy pocos diques.
La segunda visión del problema está unas páginas más adelante, en un enorme anuncio del aeropuerto de Barajas. El texto principal dice: "Ponemos todos los medios para que sus vacaciones empiecen volando". Y, en letra más pequeña, se añade: "Esta Semana Santa está previsto que el aeropuerto de Barajas bata todos los récords en número de vuelos y pasajeros. Por eso hemos reforzado todos los servicios". Yo no sé qué puede pensar el que lea eso después de estar siete horas en una de esas sillas de plástico de las puertas de embarque, después de haber sufrido cuatro o cinco alteraciones consecutivas en su horario previsto, de haber tomado una comida y luego una cena de quinta categoría cobradas a precio de oro y llevar todo ese tiempo pensando en sea lo que sea que le estuviese esperando en el sitio al que iba. No sé qué pueden pensar esa mujer o ese hombre, excepto que en el mejor de los casos les gustaría hacer algo parecido a lo que hizo el tipo de la obra de Bernhard. O puede que algo muchísimo peor.
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