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Para el naufragio

VICENT FRANCH Lo más fácil ahora quizás es explicar que todo lo ocurrido era de esperar solo porque sí, o cifrar en detalles recientes o de última hora los indicios de la gran carcasa final. O puede que la tentación de huir con la pluma en ristre hacia delante espolee a algunos -creo que ya ha ocurrido- a encontrar beneficios providenciales para la propia organización en el fiasco que acaba de redondear el PSOE de la Comunidad Valenciana. No quiero, pues, apuntarme al regate en corto de la analítica que no lo es sino retrotraerme a ciertos hechos para insistir en que esta tremenda crisis del PSOE valenciano debe mucho a factores que se quiere olvidar, como si la política fuese cosa sólo de lo inmediato, a historias que ya no pueden tergiversarse, o a fenómenos singulares e intensos que determinan procesos de ellos dependientes. Así, se olvida que el PSOE de la transición fue un partido de aluvión hecho a base de mixturas en apariencia indigeribles que, no obstante, adquirieron rápidamente el estado de fusión alrededor de un poder conseguido rápida y audazmente (parlamentario en el 77, local en el 79) en un contexto donde la derecha social ligada al franquismo compareció con el PSOE a debilitar constantemente al centrismo (también improvisado) que conducía la transición hacia la democracia. El clamoroso éxito del PSOE, primero en las autonómicas de Andalucía, y luego en todo el Estado, abrió sin duda la mejor oportunidad de la historia de España para entronizar el Estado de bienestar, el pluralismo, los valores laicos en lo público, las libertades desde siempre demandadas por las izquierdas, la descentralización política efectiva del poder político del viejo Estado centralista, y todas las ilusiones de generaciones de opositores a la Dictadura. Desde 1982 hasta 1996, el PSOE dispuso de un poder extraordinario en todos los ámbitos, y, desde luego, precisó de legiones de cuadros para realizar su proyecto. Hubo momentos en que sus dirigentes llegaron a creer que su poder no se agotaría. Apoyaron, además, las disidencias en el centro-derecha, incluso ocuparon el centro y la derecha en su veleidad de triunfo total; atacaron sin piedad a lo que hubiese a su izquierda y a su derecha; compraron todo lo que había disponible y con precio en el mercado político; y, alumbraron una engrasada maquinaria de profesionales políticos cuyas obsesiones acabaron siendo sólo las de durar. Cuando el poder fue escapando de sus manos y se achicó el sitio para tanta plantilla, una seria porción de su personal más activo dependía de la nómina pública, es decir, se había profesionalizado. Por eso cuando en la derrota se habló de renovación, el proyecto resultó lógicamente trufado de puros, estrictos y legítimos intereses personales. Borrell representó a los que esperaban mejorar; Almunia, a los que no querían empeorar. Romero, Asunción y Ródenas fueron aquí el dato homónimo de lo de todas partes: protagonistas de una refriega en la cubierta para hacerse con una plaza en el bote después del naufragio. No hubo ideas; sólo textos escritos, o sea, papeles que ya nadie recuerda. Ni una sola cara nueva; ni ilusión. Fue como una impúdica kermesse hasta la náusea que pasaba factura del triunfo prematuro. Fue... la agudización de las contradicciones. Aterra, además, que ahora casi nadie se vaya a su casa. ¿Estamos en un nuevo compás de espera hacia el abismo? Vicent.Franch@uv.es

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