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La guerra justa en la sociedad global

Que lo de Kosovo es guerra, es cosa cierta. Que el país atacado, Yugoeslavia, no tiene la menor posibilidad de dañar a las potencias atacantes y sólo de manera marginal e insignificante la de hacer daño a las tropas que lo hostigan, también. No en vano disponen éstas, a Dios gracias, de medios potentes y sofisticados que les permiten arrasar el suelo sin poner los pies en él. Nadie podrá negar tampoco que las víctimas seguras de los misiles Tomahawk y de las bombas inteligentes lanzadas desde bombarderos invisibles, son quienes habitan en las casas sobre las que las bombas caen y se mueven por las carreteras y los puentes que las bombas destrozan. Por último, no parece aventurado pensar que aquellos que sufren los daños sin poder enfrentarse con quienes los causan, intentarán hacérselos pagar a sus presuntos beneficiarios y que serán aún mayores las penalidades que los albaneses padecen en Kosovo, sean guerrilleros o no. Hasta aquí todo es claro, simple y doloroso. Pero esto no es todo, sino sólo lo evidente y sin duda también lo más importante para los directamente afectados. Su dolor no es consecuencia de una catástrofe natural, sino de decisiones humanas que deliberadamente lo causan para conseguir efectos que lo trascienden y desde esta perspectiva nada es claro y simple, sino complejo y oscuro, aunque se empeñen en ignorarlo los teóricos de la simplicidad, es decir, los cínicos o los papanatas.Cuestiones oscuras y complejas hay muchas: la definición de los objetivos que han llevado a la guerra, la eficacia para alcanzarlos mediante acciones que se libran sólo desde el aire contra el suelo, la dudosa disposición de las potencias aliadas para emplear otros que de verdad pongan en peligro las vidas de sus propios soldados, la solución final que estas potencias aliadas se proponen imponer si triunfan, las consecuencias que una ofensiva lanzada al margen de las Naciones Unidas puede tener para el equilibrio internacional e incluso para la paz en el continente y en el mundo. Éstas y otras muchas que seguramente se me quedan en el tintero, son sin embargo cuestiones cuyo análisis serio no está al alcance de quienes no somos especialistas en política internacional. Análisis de este género han ofrecido ya a los lectores de EL PAÍS un artículo excelente de Miguel Herrero y otro, traducido, de William Pfaff. Mi afición me lleva a los planteamientos teóricos aunque el tema que aquí propongo, el de la guerra justa, que me ronda desde hace meses, me fue sugerido precisamente por la lectura en el Herald Tribune de un artículo del último de los autores citados.

En un comentario sobre la segunda guerra del Golfo, contaba Pfaff allí que el think tank americano al que el presidente Bush encargó un informe que sirviera para justificar la primera, acudió para ello a las viejas teorías sobre la guerra justa, tan desarrollada por la escolástica española; si no recuerdo mal, incluso se precisaba que los autores del informe se habían servido en especial de la obra de Suárez.

La noticia, en cierto sentido halagadora, era sobre todo inquietante. La especulación sobre la guerra justa como problema moral, que apasionó a los teólogos juristas y tras ellos a los teóricos del Derecho Natural racionalista, parecía olvidada desde hacía siglos. En la medida en la que la noción de guerra justa se emplea aún, se usa en relación con el Derecho Internacional positivo, cuyo objetivo principal, después de la Primera Guerra Mundial y más aún tras la Segunda, ha sido justamente el de proscribir la guerra como medio a disposición de los Estados. Los Estados pueden defender su territorio, pero el recurso a la guerra como instrumento para imponer el derecho queda reservado a la organización internacional; fuera de las acciones armadas decididas por las Naciones Unidas, toda acción ofensiva es agresión ilícita. Aunque el agresor, tanto si es un solo Estado como si es la "comunidad internacional", crea que la justicia está de su parte, no hay guerras justas. La apelación a la vieja idea de la guerra justa no puede significar por eso otra cosa que un abandono del Derecho Internacional, un salto atrás, un regreso a categorías abstractas como la de la "justa causa", o la ponderación de los daños que se originan y los que se pretenden evitar, a las que, a la postre, sólo la voluntad del poderoso llena de contenido eficaz. Cuando España era una gran potencia, uno de nuestros juristas regios, Ginés de Sepúlveda, incluyó por ejemplo entre las justas causas la de la superioridad cultural, pues "lo perfecto debe imperar sobre lo imperfecto" y cuando no hay otro medio, hay que someter por las armas a quienes "por torpeza de entendimiento y costumbres inhumanas y bárbaras" deben obedecer a quienes son más sabios y virtuosos.

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Aunque cabe sospechar que los miembros de la "comunidad internacional", es decir, Estados Unidos y sus aliados, se tienen por los sabios y virtuosos de nuestro tiempo y hasta es posible que efectivamente lo sean, como quizás en su tiempo lo fueron los españoles, la justicia de la guerra emprendida contra Yugoeslavia no se explica todavía en esos términos rotundos del Democrates Alter. La razón invocada para justificar el bombardeo indefinido es la de la necesidad de defender los derechos humanos, de manera que, en cierto modo, la violación flagrante de las normas internacionales se ampara en una noción que en apariencia es también jurídica, en un derecho más alto, de manera que ni tenemos necesidad de apelar a nuestra superioridad moral, ni hemos escapado del ámbito objetivo del Derecho para refugiarnos en el puramente subjetivo de las convicciones morales o las creencias religiosas. Pese a la apariencia, es sin embargo precisamente esto lo que ha sucedido. La apelación a los derechos humanos, al humanitarismo, esa noción sagrada de nuestro tiempo, nos saca del mundo del derecho, en el que, pese a sus muchos defectos, alguna esperanza hay de encontrar protección frente a la arbitrariedad y la fuerza, para situarnos en el de los valores absolutos, religiosos o morales, cuya aplicación a las relaciones entre pueblos favorece indefectiblemente al poderoso. No porque Dios ayude a los buenos cuando son más que los malos, sino porque los más, los más fuertes, resultan ser siempre, además, los buenos.

Atreverse a escudriñar de cerca lo sagrado ha sido siempre tarea llena de peligros, pero hay

que correr el de parecer inhumano y detenerse un poco en los tales derechos y en el uso que de esa categoría se hace. En los comienzos de la modernidad, se trataba de derechos que los hombres teníamos por el simple hecho de serlo y lo que daba al Estado, al poder, su razón de ser era justamente la necesidad de hacerlos eficaces. La finalidad del Estado era la de proteger a cada uno de los individuos sujetos a su poder frente a los ataques que otros individuos, de dentro o de fuera del Estado, pudieran dirigir contra su vida, su libertad y sus bienes, o en la célebre fórmula de la Declaración de Independencia de Estados Unidos (que procede de un autor helvético muy influyente en su tiempo) contra su derecho a la "búsqueda de la felicidad". Esa idea quedó olvidada, sin embargo, desde hace mucho tiempo, y al bajar de los cielos de la filosofía a la tierra del derecho, los derechos dejaron de ser la finalidad necesaria (y única) del Estado para convertirse simplemente en un límite a su poder. La transmutación, que lleva a la conclusión paradójica de que el Estado fue creado para protegernos frente a él y se ha completado merced a la protección internacional de los derechos, tiene muchas implicaciones que aquí no pueden ser ni siquiera aludidas, pero su efecto más obvio es el de que, en la representación común, no hay derecho humano alguno en juego cuando un ciudadano mata a otro, o lo maltrata, o anula su libertad, o lo roba, sino sólo cuando el responsable directo del desmán es el Estado, cuya impotencia para preservar las personas y los bienes puede ser objeto de reproche político, pero no jurídico. Un Estado que abole la pena de muerte y cuyos agentes no matan ni violan, es intachable desde el punto de vista del derecho a la vida, aunque en su territorio campen en libertad miles de malhechores. Por poner un ejemplo menor, pero cercano: el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos puede condenar (y en efecto ha condenado) al Estado español porque un ayuntamiento autorizó la instalación de una planta depuradora de residuos industriales cuyos malos olores echaron de su casa a una familia, violando así su domicilio y su derecho a fijar libremente su residencia dentro del territorio nacional; no puede condenarlo, ni lo condenará, porque uno o muchos concejales en el País Vasco tengan que cambiar de casa y de lugar a consecuencia de las acciones de unos desalmados. No estando en el Estado la causa directa del desmán, los derechos afectados, al menos desde el punto de vista de la protección internacional, no son "humanos". De lo que se sigue que desde esta perspectiva internacional, lo que da a estos derechos su importancia primordial no es la dignidad de sus titulares, sino la majestad del poder que debe respetarlos. No son derechos universales, sino derechos que ciertos hombres tienen como consecuencia de los deberes que su Estado ha asumido frente a otros Estados. Así se explican afirmaciones que de otro modo resultarían incomprensibles. En la declaración en la que, desde Berlín y a través de la prensa, se dignó informarnos a los españoles de la acción bélica en la que tomamos parte, el presidente del Gobierno, con su habitual originalidad de pensamiento, nos dijo que estas violaciones de los derechos humanos más elementales "no pueden tener cabida en Europa". ¿Por qué, si afectan a lo elementalmente humano, deben ser impedidas sólo aquí y no, por ejemplo, en Borneo, o en el Congo, o en Sierra Leona, o incluso un poco más cerca, en Turquía? Si fueran simplemente derechos de los hombres, tan inaceptable sería su violación aquí como allá. El enunciado retórico refleja la realidad profunda: los derechos humanos que el Derecho Internacional protege no son derechos de los hombres frente a cualquiera, sino sólo frente a sus respectivos Estados, ante los que sólo cabe emplear los medios que el propio Derecho ofrece. Al situarse fuera de ese ámbito y apelar a los derechos humanos como valores absolutos y justificar su acción con un imperativo moral, la OTAN nos hace retroceder hacia épocas que creíamos superadas. Lo malo no está sólo en la contradicción entre la pretendida universalidad de los derechos y la localidad de su defensa, o entre la proclamación de su validez absoluta y la utilización de medios que inevitablemente han de privar a algunos humanos, incluidos aquellos a quienes se pretende defender, de su vida, su libertad, sus bienes y su derecho a buscar la felicidad. Lo malo y lo peor está en el hecho de que la huida del derecho para entrar en la justicia permite cobijar bajo el manto de ésta cualquier arbitrariedad, cualquier interés político. Que es lo que, probablemente, sucede aquí y ahora.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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