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Mientras pueda

LUIS DANIEL IZPIZUA Parece ser que he entrado ya en la nómina de Ernest Lluch. Entro en ella junto a compañeros que me honran y a los que no soy digno de abrazar las rodillas ni siquiera en ese patchwirk confuso, en esa sopa de letras del ex rector de la Menéndez y Pelayo. Lástima de tiempos. Hace unos años, esa nómina hubiera sido apetecible para los acaparadores de cursillos, pero tengo la mala suerte de llegar siempre en época de rebajas y en esa nómina ahora mismo sólo tiene cabida el rencor. ¿Le hemos hecho algo al señor Lluch?, ¿le hemos llamado nutria, le hemos puesto la zancadilla, lo hemos abofeteado, escupido, insultado acaso? Nada de eso. Pero no le gusta lo que pensamos, ni lo que decimos, y su única forma de rebatirnos es mandándonos al Infierno. Henos aquí, pues, cornudos y en el noveno círculo, que es el de los traidores y el que debe quizá correspondernos. No sé qué mala sombra se ha posado sobre este país que, desde que lo visitó el señor de Lancre, atrae irresistiblemente a los fumigadores de diablerío. ¡Como si ya de natural no anduviéramos sobrados de exorcistas, anatematizadores, dedilargos, ceñidores de dogmas, refajadores de virtudes y chuchos de rebaño! Pero debe de ser tal el aroma de zumo de oveja exprimida que flota entre nuestros montes, que no debe de escapar al olfato de todos los cazabrujas del universo, pues vienen aquí como si éste fuera su paraíso. Entre estreñidos ideológicos y salvadores de no se sabe qué, el aire que nos viene es más malsano que el aire que exhalamos, pero adoramos a esos foráneos porque al parecer nos liberan de sospechas: ellos son aún más rotundos, luego nosotros no estamos equivocados. Es como el papá que siendo duro con sus hijos celebra al amigo que le dice que son unos consentidos y que debiera ser más estricto con ellos. Ese amigo es un alivio. En los primeros artículos que recuerdo haber leído de Ernest Lluch, éste se dedicaba a recordarnos a los vascos nuestro problemático futuro frente a los esplendores presentes y por venir de su natural Cataluña. Buena forma esa de merecerse un púlpito vistiéndose uno con los oropeles de su origen. Él venía de donde se hacían las cosas bien y venía, por lo tanto, a enseñarnos. Pero muy pronto se vio que lo que venía a enseñarnos en realidad eran los dientes. ¡Y qué dientes! Empezó creo que con Jon Juaristi, y arremetió luego contra Savater, Azurmendi, Arteta, Unamuno, Baroja... convirtiéndolos a todos en una caterva de españolazos peligrosísimos. Si antes los hubieran metido a todos en el Índice, éste los ahogaría a todos en el Índico, pues con cuatro frases de Baroja es capaz de cargarse toda su literatura. A mí me acusa ahora, en un artículo aparecido en La Vanguardia, de fomentar la crispación. Espíritu sutil, que diría el perro de aguas que se le apareció a Fausto -y no se moleste, señor Lluch, en comprobar la cita, pues me la acabo de inventar-, espíritu sutil, sí, ya que se apoya para ello en un artículo mío aparecido en estas páginas y titulado Crispación. No voy a repetir aquí el contenido de aquel artículo, pero sí su final, que es el que manipula el señor Lluch modificándolo indecentemente. Decía allí que si discutir significa crispar, bienvenida sea la crispación, de donde cualquier cerebro medio puede colegir que crispación es ahí sinónimo de discusión. Pero al ex ministro y ex rector no le gusta discutir; lo que le gusta es condenar. Y no se conforma con condenar, sino que le gusta además excluir. Y para colmo no entiende nada. A mí, por ejemplo, ha querido condenarme al ostracismo. Sí, él junto a su compañero de la agencia Luc and Ferriño, una especie de Pepe Gotera y Otilio de la construcción de España. Pueden seguir intentándolo y seguro que lo consiguen, ya que como buenos soufflés de corte rondan siempre por los aledaños de donde el dedo se muestra vigoroso y potente. El señor Lluch, por ejemplo, no es un turista accidental, sino un turista aúlico, y aconseja a diversos políticos guipuzcoanos. No es éste lugar ni momento para discurtir con ellos. Pero lejos de mí hacer del mimetismo la sustancia de mi pensamiento político. Si quisiera ser alcalde no querría ser Maragall, de igual forma que escribiendo artículos -¡Dios me libre!- no quiero ser Ernest Lluch. Tampoco repetiré el tópico de que admiro a los catalanes pues los admiro tanto como a los chinos, es decir, a algunos. Eso sí, mientras pueda, seguiré hablando. Naturalmente, como lo que soy: un vasco.

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