La esposa asmática
Siempre había atribuido a su esposa aquel silbido reposado que escuchaba por la noche, cuando las preocupaciones le despertaban y permanecía con los ojos abiertos en la oscuridad esperando una revelación crucial sobre su vida. En esos momentos tan difíciles, la respiración de su mujer le abrigaba más que la manta a la vez de hacerle una compañía insustituible para enfrentarse sin demasiado horror a todas aquellas preguntas fundamentales sobre la muerte, el tiempo o el deseo. El silencio total, pensaba, tenía que ser más terrorífico que la ceguera absoluta. Por fortuna para él, aunque en la habitación no se veía nada, la respiración de ella lo iluminaba todo. Nunca había salido de Madrid ni había tenido la oportunidad de conocer por dentro un hotel, pero algunas noches, cansado de esperar aquella revelación que le aclarara el sentido de la vida y el significado de la realidad, se perdía en ensoñaciones viajeras en las que lo importante no eran las ciudades ni sus avenidas o monumentos históricos, sino los hoteles fantasmales en los que discurrían sus noches, acompañado, curiosamente, de la respiración de su mujer, aunque ella no estuviera presente. Y no solía estarlo porque, al ser un poco asmática, ella prefería lógicamente fantasear con espacios abiertos.Un día él tuvo que viajar por razones familiares a una ciudad distante y cuando se vio entrando en el hotel le pareció que llegaba a la tierra prometida. No era como los de sus sueños, desde luego (no habría podido pagárselo), pero tenía el suelo mullido por una alfombra continua, que se adaptaba a todos los rincones, y el calor de la calefacción era uniforme en cualquier parte, no importa lo alejado que se encontrara uno del radiador.
Además, en la habitación descubrió una pequeña nevera que no sabía cómo utilizar, y con la que no había contado ni en los momentos más delirantes de sus fantasías. ¡Una nevera dentro de un dormitorio, y camuflada en algo con aspecto de mesilla o de consola, ignoraba qué nombre podía tener aquel curioso mueble!
Durante la jornada realizó, excitado, las gestiones que le habían sacado de su rutina habitual, esperando impaciente el momento de recogerse en el hotel, donde cenó y en cuyo bar demoró un café y una copa de coñac para desear con más fuerza el momento de retirarse a dormir. Pensaba que quizá en aquel espacio se diera la revelación que justificara la rareza de una vida en la que, paradójicamente, todo era absolutamente normal: trabajaba en una oficina, iba y venía en el autobús, se retiraba siempre a las ocho de la tarde y veía la televisión a las mismas horas que cualquiera de sus vecinos. ¿Por qué tenía, pues, el sentimiento de que todo aquello, tan normal desde cualquier punto de vista, era en realidad extraordinario?
Sobre las doce abandonó el bar y se dirigió al ascensor imprimiendo a la cadera unos movimientos algo ridículos a los que atribuyó ingenuamente un carácter cosmopolita. Tras desnudarse y utilizar todos los sanitarios del cuarto de baño, se colocó el pijama y abrió la nevera, frente a la que permaneció hipnotizado unos instantes, sin atreverse a sacar nada de ella por si sonaba una alarma o el refrigerador le preguntaba algo para lo que no tuviera repuesta. Luego se metió en la cama y jugó todavía con el mando a distancia del televisor, yendo irresponsablemente de uno a otro canal.
Pero todo eso no le interesaba demasiado. Él estaba esperando el momento de la revelación, así que cuando comenzaron a entornársele los ojos apagó el aparato y se entregó al sueño.
Se despertó a las tres horas, como era habitual en su forma de dormir, y permaneció encogido entre las sábanas, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad, aguardando que sucediera algo portentoso capaz de explicar aquella vida tan normal y tan rara al mismo tiempo. En lugar de eso, escuchó la respiración acompasada de su mujer con la misma claridad que si se encontrara durmiendo al lado de él. Entonces, pensó, es que este silbido tranquilizador no era de ella. Nunca lo fue. Y comprendió entonces que aun sin ser capaz de interpretar el suceso, éste otorgaba a su vida una particularidad que guardaba alguna oscura relación con el sentido. Cuando volvió a casa estuvo a punto de decirle a su mujer que su respiración no era suya, pero se guardó el secreto en atención a la claustrofobia de que ella era víctima y a sus consecuentes episodios asmáticos.
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