'Equidistantes' y 'jacobinos'
Desde tiempo inmemorial los grupos políticos han venido siendo identificados por nombres tan inesperados como peregrinos que empiezan por ser atribuidos por el adversario para acabar aceptados por ellos mismos. En la Revolución francesa se les dio el nombre de los conventos en donde se reunían; todavía hoy las tendencias del conservadurismo son denominadas húmedos y secos, según el grado de adhesión al thatcherismo; y los dos grandes partidos norteamericanos se identifican con un asno y un elefante. Pues bien, hoy y ahora, en España parece haberse desvanecido la distancia entre izquierdas y derechas, abismal en otros momentos; incluso tampoco resulta tan trascendente la que existía entre los nacionalistas periféricos y quienes no lo son.El debate principal -en un momento en que los partidos se dedican a la aburrida liturgia del "y tú más" sobre la corrupción- parece enfrentar a equidistantes y jacobinos. No son grupos políticos, sino actitudes de analistas e intelectuales. No obedecen a un programa, sino que responden a actitudes vitales, más bien instintivas que racionales. Incluso se puede decir que equidistantes y jacobinos resultan, mucho más que el producto de una actitud propia, el resultado de la mirada del adversario. Ambas denominaciones tienen un componente denigratorio de cada posición. Y las dos, como resultaba en principio previsible, se refieren a la gran cuestión que España tiene planteada en estos momentos: la de su unidad y pluralidad, en definitiva su identidad colectiva. La han provocado los nacionalistas vascos y catalanes y ha encontrado un eco espectacular tras la tregua de ETA.
El equidistante acostumbra a ver en la presente situación una esperanza prometedora, aunque muchos ponen en duda que sea inmediata. En quienes todavía no hace mucho se dedicaban al terrorismo percibe una voluntad de evolución al abandono de la violencia que los hechos no acaban de demostrar. Aprecia, sin embargo, en sus dirigentes el deseo de arrastrar a los más remisos a abandonar las anteriores prácticas; pide iniciativas al Gobierno, aunque no se sabe bien cuáles, y ofrece soluciones que resultan demasiado sofisticadas para que unos las entiendan y otros dejen de considerarlas un procedimiento chapucero e inestable. Tiende a considerar el marco institucional como flexible y, además, desde un principio, incompleto. Lo denigratorio de la denominación consiste en que sus adversarios le atribuyen haber optado por una tercera vía imposible entre quienes practican la violencia callejera y los demócratas.
A los jacobinos hay que denominarlos así porque todavía se indignarían más si se les designara como españolistas. La mayoría no lo es, pero tampoco los otros son equidistantes. Suelen ver el nacionalismo periférico como la consecuencia de una barbarie ancestral y sudorosa, irredimible adversaria de la inteligencia, lo que no resulta muy constructivo. Para ellos el sistema autonómico está cerrado para siempre y la pretensión de replantearlo carece de justificación; no parecen darse cuenta ni de la fragilidad del consenso inicial en 1978 ni de la evolución que se ha producido desde esa fecha. Denuncian, con razón, las intolerables presiones sobre los no nacionalistas y establecen un abismo con quienes creen que las banalizan. Quizá olvidan que en más de una ocasión ha sido necesario entenderse con no demócratas -que, al final, han acabado siéndolo- y, sobre todo, dan la sensación de que las cosas van a peor cuando los datos objetivos, fríamente contemplados, parecen indicar lo contrario.
Larra escribió en una ocasión un divertido artículo sobre carlistas y liberales en que los primeros formaban una comparsa vestida de "raros trajes pero ninguno pasaba del siglo XVIII" y los segundos otra, vestida de "telas de institución, color de "garantía". El artículo merece ser releído porque el escritor tenía clara su opción, pero no renunciaba a la ironía. Jacobinos y equidistantes son el producto caliente de un ambiente y un momento. Sobre el problema de fondo lo único claro es que la solución va para largo y se necesitará un consenso global. De momento, lo lógico sería dialogar más e intentar rebajar el encendido nivel del debate. Con distancia e ironía, por supuesto.
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