Fenómeno Carbonell SERGI PÀMIES
Pablo Carbonell ha pasado por Barcelona y ha llenado a diario el teatro Principal con un monólogo musical titulado El cantautor plasta. Aunque lleve más de veinte años cantando y perpetrando conciertos en pequeños locales, la reactivación del Carbonell melódico le ha llegado gracias al programa de televisión Caiga quien caiga (Tele 5), en el que se distingue por ser más imprevisible, simpático, irreverente y sutil que los demás reporteros. En lugar de aprovechar la volátil fama televisiva para disfrazarse de cofrade del cava, formar parte del jurado de Miss España, escribir unas memorias o anunciar planes de pensiones, Carbonell ha optado por llevar su teóricamente minoritaria propuesta a los teatros y a una audiencia que, encantada de la vida, descubre el alma de este extraño fenómeno humorístico-musical. Precio de la platea: 3.000 pesetas. Público: muchos jóvenes de verdad, otros que no pierden la esperanza de seguir siéndolo y una minoría que, sin serlo, no nos damos por enterados. Palco de autoridades: Santiago Segura y Andreu Buenafuente, activos (y blanco de todas las miradas) embajadores del Maravilloso País de los Amiguetes. En el escenario, sin más decorado que una guitarra y un micrófono, un cantautor sin silla y con una ristra de canciones de opinable valor melódico pero muy ricas en jeta y poesía contundentemente absurda. A los cinco minutos de empezar el concierto, uno puede llegar a sospechar que se ha metido en la actuación de fin de curso de una residencia psiquiátrica. Las letras de Carbonell y su irracional y expresiva forma de interpretarlas se salen de cualquier esquema, y aunque se emparentan con las de Juan Antonio Canta (R. I. P.), Javier Krahe, el Gran Wyoming, Pepín Tre y Pedro Reyes, la propuesta resulta de lo más desconcertante. ¿Que de qué van las letras? De una pareja que se pega un trompazo circulando en mobylette. O de los tópicos de la obra de Richard Wagner y su grandilocuente sentido trágico de la vida: piedras, sangre, relámpagos, truenos. O de la genial historia de un hombre que ve como su novia le abandona y regresa cada dos por tres, cada vez con mayor frecuencia, creando a su alrededor tal movimiento de idas y venidas, de reconciliaciones y superveloces separaciones que, al final, se hace invisible a la retina humana y desaparece en manos de una asistenta responsable. Impermeable a las actitudes que uno esperaría en un cantautor fetén, de los de antes, Pablo Carbonell es incapaz de tomarse en serio a sí mismo. Cada vez que parece que una canción levanta el vuelo, él la dinamita con un cóctel de ternura y gamberrismo que en seguida prende en un auditorio entregado (y al que, si nos atenemos a sus reacciones, no le disgustaría "hacerse unos petas" con su ídolo y compartir medio centenar de cervecitas). La apariencia de delirio y de caos, sin embargo, esconde una milimetrada y sangrante parodia de los géneros (bolero, balada, canción optimista, himno, blues) y de las actitudes tradicionales del cantautor: la participación, el alegato, el falso intimismo rebozado de narcisismo, la monotonía de los acordes (sol, do, re y vuelta a empezar)... Joan Baez, Silvio Rodríguez, Alejandro Sanz y Víctor Manuel aparecen en fugaces y sarcásticas referencias que, quizás para compensar la mala uva y alguna bajada de tensión del espectáculo, destilan compadreo cuando se trata de imitar a amigos como Andrés Calamaro, Raimundo Amador o Albert Pla. En cuanto a la ideología del "cantautor plasta", no esconde ningún secreto. Se basa en un discurso aparentemente apolítico en el que, sin embargo, se reflejan algunas de las constantes de una juventud sobre la que todo el mundo opina y a la que quizás convendría observar y escuchar con mayor detenimiento: legalización de las drogas, buen rollo, tolerancia, desprecio por las actitudes agresivas y fachas, y referentes culturales nacidos de las historietas, la televisión, la publicidad, los videojuegos, la comida basura, el cine y, sobre todo, las farras y el canalleo noctámbulo con los amigos. Como fin de fiesta, Carbonell relee -que se dice ahora- algunos éxitos de sus viejos tiempos de Toreros Muertos y, con la complicidad del público, hace una versión de su lírico Hoy es domingo y del que, durante años, fue el himno de los grandes bebedores de cerveza: Mi agüita amarilla. Una agüita que, analizada desde el alucinante punto de vista de un juerguista en plena micción, nace -como consecuencia de la ingestión de más de cuarenta cervezas- de una vejiga a punto de reventar, resbala por el desagüe del retrete, desciende hacia las sucias cloacas, atraviesa subterráneamente la ciudad dormida, fluye por debajo de la cama de padres, tíos y novias, desemboca en un caudaloso río, alcanza las olas del mar, se pierde entre pececitos, tiburones y calamares y, víctima de la evaporación que impone el ciclo natural de las cosas, se recicla en nube para, finalmente, caer cual reparadora lluvia sobre nuestras cabezas.
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