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Tribuna
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Ronaldo como metáfora

Santiago Segurola

Dicen que Ronaldo durmió abrazado a su padre después de la derrota de Brasil en la final de la pasada Copa del Mundo. Dicen que lloró y también dicen que parecía un muchacho asustado, como en su niñez, cuando sólo conciliaba el sueño con la luz encendida en el pequeño habitáculo de la favela que ocupaba su familia en Bento Ribeiro, uno más entre los muchos barrios miserables de Río de Janeiro.Si Ronaldo lloró y se refugió en los brazos de su padre, no se sabe con exactitud. Es algo que pertenece a la nebulosa que rodea a los acontecimientos que ocurrieron el 12 de julio de 1998.

Ni un solo día del Mundial faltó una fotografía o una información referida a Ronaldo. Siempre desde una criba escrupulosa, más relacionada con los intereses publicitarios que con los aspectos noticiosos. La maquinaria de defensa del planeta Ronaldo fue apabullante. Hubo un ejemplo revelador: una fotografía de Ronaldo en bañador en la piscina del hotel donde se alojaba la selección brasileña. Una de las miles de instantáneas del jugador que concentraba la máxima atención de la tropa periodística en el Mundial. Sin embargo, alguien creyó detectar un cierto sobrepeso en Ronaldo, que parecía hinchado, sin el trazo fino de los futbolistas que están en buena forma física.

Ronaldo está gordo, dijeron los periódicos. La respuesta fue espectacular. Había que desactivar cualquier mensaje negativo. Desde todos los sectores relacionados con el jugador comenzaron a salir notas acalaratorias, justificaciones, desmentidos.

En la misma línea, el aparato publicitario del futbolista no se detuvo hasta apagar ese fuego insospechado. No se trataba de proteger a Ronaldo contra las informaciones tendenciosas. Se trataba de presentar a un héroe intachable, un semidiós de 21 años que debía tener las espaldas bien anchas para sostener las enormes cargas que se abatían sobre él: héroe del fútbol brasileño, primera estrella mundial, estandarte de la compañía Nike, generoso protector de una familia humilde y rota de un arrabal de Río, novio de una belleza rubia que, gracias a su condición de compañera sentimental del ídolo, también se había ganado el derecho a firmar un contrato con Nike y a conseguir una escandalosa cuota de publicidad. Todo un enorme entramado de intereses defendido por una férrea guardia de representantes, empresas, dirigentes federativos y oficinas de prensa. En este ámbito opresivo, cualquier noticia inconveniente tenía un alcance desestabilizador. Se había fabricado un producto mercantil que de ninguna manera podía ser combustible a las miserias que afectan al común de los jugadores, a toda esa parte que también se encuentra en la raíz de los futbolistas: el miedo, las dudas, las frustraciones, la ansiedad, las lesiones.

Gracias a su extraordinario talento como futbolista, Ronaldo ha acumulado una fortuna. El Inter de Milán le paga cerca de 1.000 millones de pesetas al año. Por los ingresos derivados de la publicidad y otras cuestiones relacionadas con su fama recibe otros 2.000 millones de pesetas anuales. Ningún otro jugador se acerca a esas cifras. Pero ningún otro jugador circula en la misma medida como objeto de inversión.

Ronaldo sólo ha disfrutado de un breve periodo del fútbol como motor de felicidad y sueños. Probablemente esa época hay que situarla en los años que jugó en el São Cristovao. Cada día viajaba en autobús desde su barrio de Bento Ribeiro hasta el desastrado estadio de su club, un equipo sin otras pretensiones que forjar y vender a sus mejores promesas. Con 13 años, Ronaldo sólo quería emular a Zico, su ídolo infantil. Durante dos años afinó su instinto y se convirtió en un implacable goleador, la clase de delantero que no pasa inadvertido en ningún lugar, ni tan siquiera en Brasil, donde miles de pequeños ronaldos se adiestran en las playas, en los empedrados y en los baldíos polvorientos.

Las noticias de sus hazañas corrieron por los barrios de Río. Después llegaron a oídos de los ojeadores. Por último alcanzaron los despachos de los negociantes. El gran Jairzinho tomó nota de las cualidades de Ronaldo y trasladó sus sugerencias a Alexandre Martins y Reinaldo Pitta, dos jóvenes empleados de banca que comenzaban su carrera como representantes de jugadores. En aquel momento comenzó la doble vida de Ronaldo como estrella del fútbol y materia de inversión.

Con 13 años, Ronaldo se convirtió en la garantía de éxito de sus dos agentes. Firmó con ellos un contrato de 10 años, con una cláusula de indemnización de millones de dólares a favor de Martins y Pitta en caso de ruptura de la relación por parte del jugador. Aquella temprana inversión se amortizó rápidamente. Con 16 años fue traspasado por cinco millones de pesetas al Cruzeiro. Un año después fue convocado para integrar la selección brasileña que disputó el Mundial de 1994. No jugó un solo minuto del torneo, pero su nombre figuraba en las agendas de los principales clubes europeos. Ronaldo era una mina.

Desde la perspectiva que ofrece su carrera profesional, Ronaldo supone un nuevo modelo en el fútbol. Aunque proclame fervientemente su vinculación sentimental con Brasil, el producto Ronaldo se perfiló en Europa, donde ha residido desde los 17 años. Sólo desde el margen de beneficios que asegura Ronaldo se entiende su trashumante vida por el fútbol europeo. Sus representantes decidieron que Holanda sería un lugar excelente para proyectar las cualidades del jovencísimo delantero. Y también consideraron que el PSV Eindhoven, amparado por la empresa Philips, reúna las condiciones ideales para garantizar el éxito. El PSV era un club solvente, prestigioso, pero sin grandes exigencias deportivas, capaz de formar a Ronaldo en los rigores del fútbol europeo y a la vez dispuesto a sacar algún beneficio de su inversión.

El club holandés pagó al Cruzeiro 600 millones de pesetas por un juvenil prometedor. Los agentes de Ronaldo recibieron una comisión de 35 millones de pesetas por el traspaso. La rueda del dinero comenzó a moverse, en la misma medida que Ronaldo confirmaba las previsiones con una producción asombrosa de goles. Y si había que rentabilizar el producto, era conveniente hacerlo desde todas las vertientes. Poco antes de fichar por el PSV, los representantes de Ronaldo abonaron siete millones de pesetas para que un cotizado dentista de Río reconstruyera la aparatosa dentadura del jugador. Detrás de los goles de Ronaldo había una imagen que cultivar y vender.

La experiencia de Ronaldo en el fútbol profesional brasileño se reduce a una temporada en el Cruzeiro. Durante los últimos cinco años ha jugado en el PSV Eindhoven, Barcelona e Inter de Milán. La celeridad de su carrera ha sido proporcional a las astronómicas cantidades que han supuesto sus sucesivos traspasos. El PSV pagó 600 millones de pesetas y recibió 2.400 millones del Barcelona en 1994. Un año después, el Barça se vio metido en una turbulenta y oscura negociación para renovar el contrato de su joven estrella. Por aquella época comenzó la doble situación de Ronaldo, de quien todo y nada se sabía. Por un lado, Ronaldo confirmaba punto por punto las previsiones que le situaban como el mejor futbolista del mundo, un mesías del balón que a nadie dejaba indiferente. Pero esa parte de su carrera, la estrictamente deportiva, comenzaba a utilizarse como un instrumento financiero. Si en el PSV encontró un plácido lugar de despegue, en el Barcelona se colocó en uno de los punto cardinales del mercado futbolístico mundial. Ya no se trataba de satisfacer las pretensiones económicas de una joven estrella, sino de generar una industria a partir de su nombre.

La relación de Ronaldo con la vida y el fútbol probablemente se modificó durante su única temporada en el Barcelona. Si hay que establecer una línea divisoria entre su condición natural de futbolista y la derivación estrictamente mercantil de su figura, habrá que situarla en una desapacible noche de invierno en Santiago de Compostela. En una cómoda victoria del Barcelona, Ronaldo marcó un gol inolvidable. En la jugada se vio a un futbolista sobrenatural. No era ni Pelé, ni Maradona, ni Cruyff. Estábamos ante una nueva clase de héroe: un modelo de ciencia ficción, menos dotado para la belleza plástica que para la proeza irresistible, como si fuera un atleta adelantado varios años a su tiempo. Aquella jugada se convirtió inmediatamente en un anuncio y aquel anuncio lo distribuyó Nike por todas las televisiones del planeta. Poco importaba si en la camiseta de Ronaldo figuraba el logotipo de Kappa, otra empresa de la emergente estrella del fútbol mundial. Nada fue igual desde el gol al Compostela.

Su temporada en el Barcelona le procuró una popularidad enorme, pero también significó su ingreso en un mundo donde su capacidad de decisión quedó minimizada por obra de sus numerosas relaciones contractuales. Algunas no requerían de un papel, como ocurría con su familia. Hijo de padres separados, Ronaldo siempre ha atendido las necesidades de su madre Sonia, su padre Nelio y sus hermanos. Con el dinero de Ronaldo abandonaron las estrecheces de Bento Ribeiro y se trasladaron a barrios acomodados de Río. La atención de Ronaldo a su familia es muy generosa. Según Wensley Clarkson, autor de Ronaldo, un genio de 21 años, durante el Mundial el jugador brasileño gastó más de 50 millones de pesetas en billetes de avión, alquileres de casas y reservas de hotel para sus familiares más próximos. Su novia Suzanna Werner le siguió a Barcelona y después a Milán. Antes de conocer a Ronaldo era una belleza local con aspiraciones en el mundo de la televisión. En los dos últimos años ha alcanzado un protagonismo inusitado. Ha pasado modelos junto a Cindy Crawford en Milán y ha interpretado un papel principal en una reciente película realizada en Italia. Su exposición mediática se multiplicó en el Mundial, tras firmar un acuerdo con Nike. Formaba parte sustancial de la minuciosa coreografía preparada en torno a Ronaldo.

Los vínculos familiares y sentimentales de Ronaldo pasaron muy pronto a formar parte del próspero negocio que se estableció alrededor del jugador. La pieza clave del entramado era (y es) la empresa norteamericana Nike, empeñada en una agresiva campaña de penetración en el mercado del fútbol. A su carácter como primera empresa de prendas deportivas del mundo le faltaba la poderosa vertiente comercial del fútbol. En unos tiempos donde sus competidores se atrevían a pelear el liderazgo del sector en territorio norteamericano (Adidas, por ejemplo, se adentró en el béisbol tras firmar un acuerdo con los Yankees de Nueva York), Nike decidió ampliar sus horizontes en el fútbol. El multimillonario acuerdo para equipar a la selección brasileña fue el paso definitivo en la consagración de su nueva estrategia. El contrato, con una duración de 10 años, establecía algunas consideraciones que muy pronto afectaron a la vida profesional de los internacionales brasileños y especialmente de Ronaldo, vinculado personalmente con Nike a través de una relación que le garantiza 300 millones de pesetas anuales. Uno de los efectos del convenio fue la obligación que adquirió la selección brasileña de disputar varios partidos amistosos. El eje del negocio pasaba por la utilización de las estrellas de Brasil no sólo en los torneos oficiales, sino en los partidos de carácter amistoso que salpican la temporada.

Por supuesto, Ronaldo era el eje central de la estrategia de Nike. El jugador nunca desatendió sus compromisos con la selección. Poco importaba si eso significaba viajes agotadores, traslados interminables, cambios horarios y una fatiga abrumadora. En el mes de diciembre de 1995, durante su etapa como jugador del Barcelona, llegó a hacer 10 viajes entre España y Brasil. Algunas voces comenzaron a referirse a los riesgos que corría Ronaldo, sometido a un calendario extenuante, ajeno a cualquier noción de descanso real. Entre 1996 y 1998 jugó alrededor de 80 partidos por temporada. A las fatigosas competiciones de sus clubes -primero en el PSV Eindhoven, después en el Barcelona, más tarde en el Inter de Milán-, añadió los encuentros amistosos de Brasil y los torneos oficiales que disputaba su selección cada verano. En julio de 1996 participó en los Juegos Olímpicos de Atlanta; en 1997 lo hizo en el Mundialito que se celebró en Francia y en la Copa América que se organizó en Bolivia; en 1998 le llegó el Mundial de Francia. Ni tan siquiera el saludable cuerpo de un jugador de 20 años podía resistir un trajín de estas proporciones. Ronaldo había abandonado su condición de jugador para convertirse en un producto comercial de primer orden. El fútbol sólo era una excusa.

Precedido por una estruendosa campaña publicitaria y periodística -vertientes perfectamente confundibles en estos tiempos-, Ronaldo tuvo que hacer frente a un sinfín de expectativas que otros habían depositado sobre él: mesías de Brasil, icono exclusivo de Nike, defensor por elevación de los intereses económicos que le rodeaban, protector del negocio de sus agentes, jefe tribal del vasto mundo de personas que acostumbra a vivir de la generosidad del ídolo. Y enfrente, la conquista del Mundial.

¿Hasta qué punto se puede convivir con semejantes obligaciones sin quebrarse? En este punto rápidamente viene Maradona a la memoria. Personaje excesivo por naturaleza, se encontró en su carrera con problemas muy parecidos a los de Ronaldo, problemas que no pudo resolver quizá porque sobrepasan la medida humana. Los motivos por los que Maradona entró en un proceso autodestructivo sin duda están relacionados con su carácter, pero sobre todo con la imposibilidad de dar respuesta a las colosales exigencias que soportaba. Maradona no lo consiguió y estalló de forma abrupta, incontenible, sin remedio.

En común con Maradona, Ronaldo tiene la raíz en una familia humilde, su procedencia de un país que festeja el fútbol hasta lo incurable, la fama temprana, el veloz enriquecimiento, el carácter tribal de las relaciones de su entorno. Las diferencias son esencialmente dos. La primera corresponde al vínculo de ambos jugadores con la vertiente comercial. Mientras Maradona desarrolló lo mejor de su carrera en una fase que se podría denominar como preindustrial, Ronaldo lo ha hecho en un periodo de extraordinario poder del márketing y la televisión. Maradona era un satélite sin rumbo y Ronaldo es un planeta perfectamente teledirigido. La segunda diferencia responde a la personalidad de ambos. Si Maradona representa el exceso, lo desorbitado, Ronaldo es lo contenido. Su carácter obecede a un trazo autista que le permite protegerse contra el invasivo mundo exterior, pero que probablemente alimenta una poderosa combustión interna.

En el caso de Ronaldo, el Mundial de Francia supone una metáfora. Estaba condenado a un silencioso, pero violento, estallido. De nada sirvió la pretensión de sus publicitarios de difundir la imagen de una estrella feliz, porque no lo era. El aparato mercantil no podía permitirse una mirada compasiva con un jugador de apenas 21 años, fatigado, exprimido, lesionado. Desde esa parte no se decía nada. Sin embargo, Ronaldo había llegado al Mundial en unas condiciones lamentables. Su organismo se había rebelado contra los excesos que le habían impuesto: tres años sin descanso, cientos de partidos, viajes incesantes. Los tendones de su rodilla estaban peligrosamente inflamados. Quizá en aquella aparentemente inocua fotografía de Ronaldo en bañador había más claves de las que podían pensarse. En su rostro ligeramente abotagado se advertía la fatiga y también los efectos de alguna medicación. ¿Cortisona quizá? Meras especulaciones, porque de Ronaldo se sabía todo lo que querían que se supiese y nada de lo que no querían. Pero lo cierto es que el mejor jugador del mundo se enfrentaba a un momento decisivo de su carrera en la peor situación posible, oprimido por un férreo aparato mediático, empresarial y publicitario, y con el cuerpo castigado hasta límites preocupantes. Tenía que jugar como fuera, aun a riesgo de su salud.

El 12 de julio de 1998 Brasil se enfrentó a la selección francesa en el futurista estadio de Saint-Denis. En el campo se reunieron cerca de 90.000 personas, nada en comparación con una audiencia televisiva de 2.000 millones de personas. Según todas las previsiones, era un día destinado a la grandeza de Ronaldo, su consagración como monarca del fútbol. Sin embargo, aquel domingo de julio se convirtió en una jornada dramática para el jugador brasileño. Se sabe que estuvo a punto de no disputar la final -en la alineación inicial que se entregó a los periodistas no figuraba su nombre- y también se tienen noticias de un incidente grave, pero no especificado, que le obligó a un urgente traslado a un hospital de París.

Roberto Carlos, su compañero de habitación, dijo que Ronaldo había sufrido una crisis epiléptica. Otros jugadores creyeron que había muerto. Los médicos de la selección no aclararon nada, aunque algunos especialistas señalan que el delantero brasileño pudo ser objeto de una reacción anafiláctica a una inyección de Voltarem, el fármaco que presumiblemente se utilizaba para calmar sus dolores en la rodilla. No hay duda de que se trató de una quiebra física en un jugador sometido a tensiones extraordinarias, pero el incidente, la fecha, las circunstancias y sus derivaciones merecen tomarse como una metáfora de las inclementes condiciones que soportaba el mejor futbolista del mundo. Llegado el momento cumbre de su carrera, en el cual se concentraban todos los intereses ligados a su figura, todos los conflictos de Ronaldo entraron en colisión y produjeron un estallido real en lo físico y sintomático en lo simbólico. Ese día Ronaldo se rompió por las mismas razones por las que se rompe el fútbol actual: por la codicia, por el predominio abusivo de los intereses económicos sobre las necesidades de los futbolistas, por una ausencia de moral que llega hasta las últimas consecuencias, hasta la posibilidad de la destrucción absoluta. Sólo así se entiende que Ronaldo jugara la final de la Copa del Mundo horas después de padecer una crisis de carácter desconocido, pero grave. En realidad, eso importaba muy poco a los guardianes del planeta Ronaldo. Lo esencial es que jugara para satisfacer los intereses del mercado. Le administraron un soporífero una hora antes del partido y jugó la fnal en un estado deplorable. En esa gravosa cuenta que pagó Ronaldo el 12 de julio se encierra otra metáfora alarmante: el fútbol se dirige a un futuro sin piedad.

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