El barro de la última avenida
A no tardar, desde las columnas de opinión seremos advertidos acerca del peligro que significa que el eje del debate político esté centrado en la corrupción. De hecho, ya han comenzado a menudear los comentarios acerca de una supuesta estrategia socialista dirigida a recetar al PP -y al señor Aznar, en particular- la misma medicina que, con tanto empeño y abundancia, él nos prescribiera durante la pasada legislatura. En la apreciación de algunos, los socialistas habríamos sido -por primera vez y sin que sirva de precedente- tan inteligentes como poderosos al dirigir la atención de todo el mundo hacia las corruptelas y corrupciones protagonizadas por el PP. Pero no es así, la cosa es más complicada.He de confesar que no tengo intención de derramar una sola lágrima a causa de la creciente incomodidad que atenaza al PP en relación con tales asuntos. Sobre todo, teniendo en cuenta que dicho partido no ha dado aún una sola explicación acerca de lo que pasa en la geografía española sometida a su jurisdicción, siendo harto improbable que tenga la intención de hacerlo. Era inevitable que la hipocresía de la cual ha hecho gala la derecha española, enarbolando banderas éticas que, colectivamente, le vienen muy sobradas, acabara por brillar en todo su esplendor.
Lo que está pasando no significa ninguna novedad real, aunque constituya una verdad mediática completamente nueva, que ni siquiera el abrumador control de los medios de comunicación ejercido por el PP está ya en condiciones de silenciar.
Cuando el matón de la Harley-Davidson le retorció el cuello a la abogada tinerfeña del PP, que intentaba aclarar oscuros intereses urbanísticos en los cuales estaban involucradas personas de ese partido, ningún socialista había detrás. Tampoco detrás del empresario Corrales y sus denuncias acerca de unos talones entregados al señor Aznar ni detrás de la media docena larga de diputados y senadores populares procesados en lo que va de legislatura. Lo que sí está detrás es la acumulación de evidencias, que sólo una censura al estilo de tiempos pasados sería capaz de mantener en conserva. Este cúmulo de casos arroja una imagen del PP que, aunque era bien conocida, se presenta ahora con la fuerza del descubrimiento. El regocijo, que algunos expresan sin recato, forma parte, a mi juicio, de los sentimientos humanos irrefrenables. Más intensos entre quienes con más vergüenza padecieron los escándalos del PSOE, viéndose entonces reducidos a la condición de maleantes, atribuida sin mayores distingos a los socialistas en su conjunto. Estos sentimientos, elementales y espontáneos, constituyen un fugaz consuelo, pero son mala guía para la acción política. Hace unos días, un experimentado periodista parlamentario me decía que si al debate político sobre la corrupción del PSOE le sucede el debate sobre la corrupción del PP resultará tan inevitable como la conclusión de un silogismo en bárbara que la desconfianza y el desprecio hacia la política se instalen de modo permanente entre los ciudadanos.
A este respecto, no conviene ponerse trascendente, y mucho menos situarse por encima del común de los mortales para sentenciar, diciendo aquello de "no es esto, no es esto". Los alardes de virtud a estas alturas dentro de la política democrática resultan tan estériles como faltos de crédito. Y, por cierto, tan absurdos como las patéticas defensas de quien se escuda tras la frase pueril "y tú más, así que mejor te callas".
Se trata de saber cuáles son, en verdad, las reglas del juego sobre las que se establece la competencia política democrática. Lo que vale y lo que no está permitido. Es evidente que la ley no se puede transgredir. También hay otras normas no legales que conviene respetar. Y, en última instancia, están los tribunales. Pero la política no es, aunque a veces lo parezca, un proceso judicial, sino una competición de ideas y propuestas ante la opinión pública. Y los medios de comunicación resultan ser los árbitros efectivos de esta contienda, en la cual ellos mismos participan directamente. Si la oposición al Gobierno no utiliza las debilidades de éste, como es, por otra parte, su obligación, será tildada de floja o de inexistente y con toda razón, por cierto. Y si la información política más relevante acaba por ser la literatura de escándalos, imposibles de silenciar cuando existen, hay muy pocas posibilidades de que el debate político pueda centrarse en otra cosa que en aquello que adquiere más notoriedad. Para entendernos: ¿qué discurso político en torno al campo educativo, económico, sanitario u otro puede competir informativamente con el matón de la Harley, torcedor de pescuezos?
Resulta repugnante resignarse a ver la política reducida a una permanente comparación de los niveles alcanzados por el barro en las sucesivas avenidas, tal y como temía mi amigo, el periodista parlamentario. Mas era tan notoria la hipocresía que el desplome de las caretas a nadie puede sorprender, aunque produzca poca satisfacción y sí nuevos motivos de preocupación ética y estética.
Ignoro cuánto tiempo habrá que esperar, pero llegará el día en que la competencia democrática se expresará de muy distinta forma. Pero antes será preciso reducir drásticamente el barro, para, luego, abrir espacios donde puedan expresarse ideas y confrontar valores, preferencias y preocupaciones sociales. Se puede ganar una carrera de coches si al piloto contrario le estalla el motor, pero no es la mejor de las formas de demostrar la propia pericia en la conducción. Quizá alguno piense que tales intenciones pecan de un idealismo impropio de la experiencia. En fin, se sabe que la edad hace estragos en el pensamiento. Con seguridad, me estoy haciendo mayor.
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