La procesión
Las mamparas del Viaducto mostraron su utilidad, quizá por primera vez, impidiendo que las musas culminaran su procesión y su rebelión inmolándose en generoso rayo devastador que fulmine, que borre de la faz de la urbe ese pertinaz eczema de origen municipal que aflora con chirimbolos, bolardillos, enanos y cabezudos, estatuillas y monumentines, espinillas y forúnculos que afean, aún más, la sufrida epidermis de una ciudad con más agujeros negros que la contabilidad de Mario Conde.Las musas salieron de procesión el sábado, portadas en andas por más de un millar de sus fieles, penitentes condenados al purgatorio eterno en el que se ha convertido la ciudad a la sombra de Manzano. La procesión profana y bufa se inició a los pies de la indescriptible violetera y culminó en el Viaducto, donde las musas fueron emparedadas entre la mampara y la barandilla.
Los organizadores de la manifestación cívica se abstuvieron, por puro civismo, de arrojarlas al vacío, como era su idea inicial, al no haber obtenido permiso de la presunta autoridad competente para cortar el tráfico bajo los arcos del puente. Tampoco pudieron cumplir con otros de sus objetivos, empaquetar el monumento al Papa, "como Cristo nos enseña", así figuraba en la petición redactada por los convocantes, en irónica referencia al artista del mismo nombre especializado en envolver monumentos. La estatua del Pontífice es un paquete por sí misma, gris de color y de concepto, como una especie de soldadito de plomo de la cristiandad. Unas horas antes, los artistas plásticos participantes se habían apuntado un éxito haciendo desaparecer, por desgracia fugazmente, a la impopular violetera con un juego de espejos.
Protegida por una rotunda y puntiaguda verja, la efigie del Papa enviaba su bendición congelada a los paganos manifestantes, que desconfiaban de su mediación, pues sospechan que está claramente de parte de Manzano, que es hijo predilecto.
Con su sacrificio, las musas pedían la intercesión de las viejas deidades olímpicas. Se supone que Venus, Apolo, Minerva, y tal vez algunos colegas más deberían sentirse ofendidos por tan reiterados homenajes municipales a la fealdad como se perpetran aquí. Aunque puede ser que ni siquiera hayan reparado en ellos por lo exiguo de su porte; en el peor de los casos, tendremos que esperar a que erijan por fin el proyectado monumento al tricornio del parque Berlín, o algún horror similar de los que debe de tener en cartera nuestro infatigable edil, para que musas y dioses se subleven definitivamente. Cabe también esperar alguna empírea acción de repulsa si don José María, como ha prometido, se pone a excavar bajo los mismísimos pies de La Cibeles y de Neptuno, turbando también el plácido y recoleto refugio de Apolo en el bulevar del Prado, para construir su enésimo túnel. En la plaza de la Villa, la lúdica comitiva leyó los agravios de sus respectivas musas sin que se registrara signo de actividad alguna tras los visillos de la Casa Consistorial. De paso aprovecharon la ocasión los manifestantes para despedirse del concejal Villoria, pero éste tampoco se asomó al balcón para tirarles caramelos de su firma.
En la misma plaza, desde su humilde pedestal, ennoblecido por unos versos laudatorios de Lope de Vega, escuchaba las quejas ciudadanas don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Quizás fueran alucinaciones mías, pero me pareció ver en el severo rostro del gran almirante una mueca de disguto. El audaz marino que hizo temblar al turco en Lepanto, en la Tercera al francés y en todo el mar al inglés, como afirman los versos del Fénix, ha sido rodeado a traición por un floridísimo y polícromo parterre, un frívolo tapete de ganchillo que haría las delicias de cualquier violetera, pero que resulta afrentoso para la dignidad de un viejo guerrero como el marqués, reducido a la condición de espantapájaros entre el florido pensil.
Tras haber cumplido con su rito expiatorio, los hermanos de las diversas cofradías se desperdigaron por las calles estrechas y entrañables del Madrid austriaco o morisco y sus acogedoras tabernas, donde libaron a la salud, siempre precaria, de su villa inmortal, tantas veces resucitada.
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