El precio justo IGNACIO VIDAL-FOLCH
"De cuando me gustaba tomar fotografías conservo una cámara Rollei -no es una cámara valiosa ni cara, pero sí algo rara, un poco especial- que ya no uso para hacer fotos, sino para venderla en las tiendas de segunda mano de las ciudades que visito. De hecho, no la vendo, ni quiero venderla. Pero actúo como si quisiera". "Vender, o pretender vender, un objeto de segunda mano tiene varias ventajas. En primer lugar, para las negociaciones de la transacción tienes que aparecer en barrios donde nunca pondrías los pies si no fueras especialmente a eso. Por ejemplo, en Londres las cámaras de segunda mano se venden en el Strand, que es un sitio que ciertamente está cerca de Piccadilly pero donde nunca se me hubiera ocurrido meterme. En segundo lugar, esta clase de turismo sesgado ayuda mucho a tantear la idiosincrasia del país, qué estilo se gastan en el regateo los comerciantes". "En tercer lugar, la venta de una cámara, que es un objeto con dignidad técnica, dotado de ruedecitas dentadas, muelles y lentes, superficies metálicas y aparatitos de precisión, te hace entrar en la poética de lo usado y respirar su perfume, que es un perfume lleno de vida y no necesariamente deprimente. Desde luego, otra cosa más triste sería la ropa o la cacharrería de cocina de segunda mano". "En cuanto a la Rollei, no pueden engañarme, porque sé cuál es su valor de mercado. Donde más me han ofrecido por ella fue en París: cerca de 70.000 pesetas, bastante más de su valor real. Donde más atinaron con su precio justo fue en Berlín, me daban 50.000 pesetas. Y donde más han querido timarme fue en Roma: en una entrada como de carbonería entre dos palacios del siglo XV, un tipo me ofreció 25.000 pesetas. Cuando traté de hacerle pujar un poco, me dio la espalda groseramente e hizo ostentosos gestos a su colega, que evidentemente querían decir: "Este gili delira, le ofrezco una fortuna por su juguetito estropeado y le parece poco". "Ahora bien, ni en Londres, ni en Berlín, ni en París, ni en parte alguna lograron humillarme, por la sencilla razón que yo no tengo intención ninguna de desprenderme de la Rollei. Pero aunque en efecto necesitase venderla a cualquier precio, aunque en casa me esperase una esposa tísica necesitada a vida o muerte de un caro medicamento que sólo vendiendo la Rollei pudiésemos comprar, yo hubiera negociado con aplomo y desapego, en actitud sobrada, porque en los establecimientos de segunda mano lo que sobre todo no hay que hacer nunca es vender desde la desesperación. Créame que los compradores de detrás del tablero huelen la desesperación". Esto me decía un desocupado al que no pregunté el nombre mientras estábamos en Cash, la tienda de compra y venta en Casanovas esquina Sepúlveda, donde te ofrecen pagar "el precio más justo" por tus cosas, y te venden las del prójimo "al precio más barato". Es una especie de oficina funcional, pintada de blanco, con neones en el techo: tras un par de mostradores los tasadores valoran el percal que llevas y lo pagan ipso facto. Hay cámaras de vídeo que graban todas las transacciones, y las cintas están a disposición de la policía, para asegurarse de que allí no entra material robado. El desconocido de la Rollei y yo habíamos hecho un alto allí para contemplar la cola de los que, cargados con un aparato de música o un par de patines, esperan pacientemente tras una línea pintada en el suelo su turno de negociar. A la vuelta de la esquina hay una anchurosa tienda donde se exponen, recompuestos y barnizados, los artículos que Cash adquiere en la oficina funcional. Hay instrumentos musicales, artículos de deportes, joyas y relojes, hay teléfonos y máquinas de escribir, ordenadores a precios reventados, y todos los artículos están en estado de funcionamiento correcto y sobre todos la empresa ofrece una garantía. El comprador de género usado, del cual el tipo de la Rollei es una variante perversa, es personaje que me cae bien, es un optimista nato, es un hombre que cree en el chollo. Resulta admirable esa esperanza contra todas las evidencias que va segregando el principio de realidad y la experiencia de vivir. ¡Vale la pena observar a los optimistas de este mundo deambulando entre los artículos expuestos! Pero aún es más instructivo ir al lado, donde la gente acude a vender. Como a veces se forman colas, junto a la pared hay unas sillas de plástico donde, so pretexto de esperar su turno, uno puede sentarse a observar y a ir laminando toda tentación de vanidad. El otro día vi a un señor tratar de desprenderse de una especie de complicada mochila para llevar niños a la espalda. El tasador le preguntaba: -¿Y qué pide usted por "esto"? El vendedor, con fingida desenvoltura: -¿Qué pido? Hombre, puedo pedirte cinco, puedo pedirte diez, puedo pedir siete, puedo pedir tres. -Yo -le interrumpió el otro- le doy 1.500.
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