El telele de la tele
Hasta el 27 de julio, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona acoge la exposición Mundo TV, que reflexiona sobre el mundo televisado y el planeta real. A cambio de 600 pesetas, el visitante se somete a un bombardeo de imágenes que deberían servirle para profundizar sobre la ventana más animada de cuantas disponemos.El recorrido se inicia con una proyección en la que se suceden esas escenas que tanto gustan a los amantes de resúmenes de años o siglos. Queda claro que, si nos atenemos a lo que vemos, lo que más le gusta a la televisión es recrear la destrucción y el dolor. Desactivada la carga informativa por el paso del tiempo, las catástrofes y la ristra de terrorismos individuales o a granel forman una especie de Los 40 principales en los que O. J. Simpson compite con Kennedy, un volcán con un monzón y las gafas de sol de Bokassa con la mueca de un Ceausescu muerto de miedo.
Paralelamente, se intercalan bodas y bautizos reales, viajes papales, multitudes enfervorizadas por el luto o el fanatismo o la expresión de una princesa que murió arrodillada en el interior de un coche mientras huía de los mismos fotógrafos que le dieron fama. Todo filmado como una pesadilla de Oliver Stone en la que, como manda el tópico, no faltan cohetes en llamas, cosmonautas y grandes pasos para la humanidad.
Aturdido por esta declaración de principios, el visitante se pregunta si no será tendencioso concentrar en un cuarto de hora todo lo impactante sin referirse a la mayoritaria programación insulsa que constituye el grueso de todas las parrillas. Para recuperarse de esta primera impresión, nada mejor que adentrarse en un interesante ejercicio que reproduce la evolución de la cueva desde la cual hemos ido adorando al tótem catódico. Madera en los años cuarenta, art déco en los cincuenta, cocina pop en los sesenta, moqueta psicodélica en los setenta, high tech y parquet en los ochenta y autismo futurista en los noventa.
En muy poco espacio se ofrece una visión reduccionista pero estimulante que dispara los mecanismos de la memoria. Porque, en el fondo, Mundo TV también trata de hasta qué punto la televisión participa en nuestra concepción del presente y, por contagio, de nuestro pasado. Cada vez más, no sólo somos nosotros y nuestras circunstancias, sino, además, la programación que hemos ido absorbiendo a lo largo de los años.
Una programación que en otro espacio de la exposición elige, desde un punto de vista elitista, las mejores series (Los vengadores; Twilight zone; Yo, Claudio; Twin Peaks...), cuando quizás hayan tenido mucha más importancia otras (El fugitivo, Dallas, El pájaro espino, Verano azul, Mash o Skippy). Luego, en otra sala, se nos aparecen "las caras de la tele", que, como las de Belmez, despiertan una justificada -brrr- inquietud: Kiko Ledgard, el comandante Cousteau, Rafaella Carrà... A partir de aquí, la exposición presenta decorados, detalles e interesantes vídeos que homenajean al medio, y sin necesidad de pensar demasiado uno descubre que las imágenes pueden, a voluntad del realizador, modificar su mensaje (pasar hacia atrás una caída la convierte de tragedia en chiste). En una oscura sala se proyecta un documental sobre un enfermo de sida, y en otra, un montaje sobre cómo trata el cine a la televisión.
No deja de ser curioso que se haya conseguido reunir tanto material para la reflexión sobre un medio que, aparentemente, fue inventado para vender detergentes. Detrás de mí, mientras la pantalla reproduce la filmación del asesinato de J. F. Kennedy, un grupo de adolescentes hace comentarios como si estuvieran en el comedor de su casa. "¡Toma! Nunca lo había visto tan bien", exclama, eufórico, uno de los jóvenes. Mientras tanto, a cámara lenta, el proyectil destroza -Mundo TV, mundo cruel- la cabeza del presidente.
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