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Berlanga

Miguel Ángel Villena

MIGUEL ÁNGEL VILLENA Pocos directores de cine han logrado imprimir a sus películas un sello tan personal que permitiera reconocerlas al primer golpe de vista. Al margen de actores, de tramas y de guiones, sólo un escaso puñado de realizadores ha trasladado a la pantalla un estilo inconfundible. Uno de ellos es, sin duda alguna, el valenciano Luis García Berlanga. Desde Esa pareja feliz o Bienvenido mister Marshall, allá por los años cincuenta, el adjetivo berlanguiano se ha convertido en el principal reclamo en una carrera que ha alumbrado obras maestras como Plácido o La escopeta nacional. A pesar de que en los últimos años el cine de Berlanga ha sido cuestionado por la crítica y ha perdido parte del apoyo entusiasta de su público, este joven artista de setenta y muchos años conserva una frescura envidiable y una enorme capacidad de trabajo. Orgulloso de sus contradicciones, el cineasta se confiesa perezoso pero está a punto de presentar su última película y ha recibido hace unos días en Madrid el premio de los lectores de la revista Fotogramas por toda su trayectoria profesional. Inimitable y genial, el paso del tiempo ha demostrado que su cine iba mucho más allá de un momento histórico, de un país concreto o de unos personajes arquetípicos para convertirse en una farsa universal. Ahí está un filme como El verdugo para demostrarlo. Ahora bien, esa visión del mundo no podría entenderse sin la profunda filosofía de vida que impregna su cine. Mediterráneo hasta en su forma de respirar pese a sus largos años de residencia en la meseta, individualista, descreído, bon vivant, inconstante, divertido y anarquista, Berlanga ha rechazado siempre clasificaciones y homenajes, canónes y oropeles. Así se explica que el director valenciano no haya creado escuela ni haya tenido el más mínimo interés por alentar seguidores en el cine español, aunque la huella de su estilo sea reconocible en muchos nuevos cineastas. Tal vez sea un privilegio de los genios que sus creaciones se agoten con ellos. Pero lo que ignora Luis García Berlanga es que, contra su voluntad, se ha convertido en un símbolo.

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