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Albores de marzo

A.R. ALMODÓVAR Las épocas intermedias del año tienen todas su peculiar atractivo. Los albores de marzo, tal vez la que más. En estos días se entrecruzan firmes vestigios del invierno con las primicias de la primavera. Pero acaso sea la Sierra de las Nieves, al menos en Andalucía, donde más intensamente se percibe el tránsito. Encierra este Parque Natural, en plena Serranía de Ronda, un cúmulo de privilegios orográficos, de rarezas, que lo vuelven particularmente idóneo para la observación y el disfrute de ese fenómeno. Ya los nombres de los municipios, integrados o colindantes, parecen desprender arcanas resonancias de una singularidad (Pujerra, Cartajima, Parauta, Júzcar, Tolox...), avisadora de un abrupto despliegue. Montañas peladas en su mayoría, de aspecto lunario, con altitudes que rozan los 2.000 metros, pero que dan cobijo aquí y allá a unas cuantas umbrías, barrancos y riachuelos donde la vida se vuelve inesperadamente risueña y múltiple. Un bosquete de pinsapos, un pinar ralo -felizmente fracasado, de cuando la repoblación forestal se hacía con criterios de productividad franquista- se constituyen en vericuetos por los que trepa la cabra montés y habitan otras especies poco visibles: el mirlo capiblanco, el piquituerto... Sábado 6 de marzo. Los senderistas llegaron poco antes de las once al Cortijo de los Quejigales, punto de partida para el ascenso. Allí dejaron los coches y emprendieron un prometedor camino de 8,5 kilómetros hacia el punto más alto, Pico de la Torrecilla, con atisbos de mar en lontananza y una hilera de quejigos nevados en la misma cumbre. Pero el verdadero objetivo, apenas confesado, era meterse por la Cañada del Cuerno, con su oscuro pinsapar, verde abajo, salpicado de nieve en los promedios, blanco total arriba. Y como yendo hacia atrás, desde la primavera al puro invierno, nos recibieron en primer lugar los amarillos de las aulagas en flor y de los narcisos silvestres, las acrobacias persecutorias de una pareja de chovas y una algarabía prenupcial de garrapinos y jilgueros. También el sol y un viento frío, racheado, se disputaban la temperatura de entretiempo y encendían en nuestro ánimo la duda fatal: ¿llegaríamos a ver los pinsapos nevados, antes de que el mediodía disolviera sus últimas capas inmaculadas? Mejor ir apretando el paso. Pero el sendero se volvía más empinado y las mochilas frenaban. El placer de contemplar, también. A las doce en punto un buitre abandonó el antiguo bosque y planeó por el perfil de las altas montañas. A la una, después de una subida inclemente, con sobresaltos de brisa helada y la respiración ya hecha a los contrastes, nos recibió una inquieta bandada de reyezuelos multicolores, última en aquellos altos dominios de las aves. Mas para entonces ya nuestros ojos no tenían otra luz que la de contemplar, extasiados, las transiciones progresivas del verde al blanco en la maleza y en el follaje del pinsapar. Y las salpicaduras de nieve, cada vez más abundantes, con que el sol y los árboles nos advertían de que estábamos profanando en exceso sus secretos. Un gotear intenso de deshielo agujereaba el silencio del bosque y, de cuando en cuando, un pequeño alud de nieve se desprendía de las ramas. Pero ya en el suelo brotaban, temerosas, las primeras anémonas silvestres. Así es también Andalucía.

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