La expedición
La noche del pasado viernes ejercí el oficio de guía nativo y nocturno por la peligrosa jungla del sufrido asfalto madrileño para un colega noruego, el reportero Harald Trolebussen, al que un diario de Oslo ha encargado un trabajo sobre los jóvenes herederos de la extinta movida madrileña."Ya sé que la movida aquella no existió nunca", me espetó de entrada el periodista nórdico, "estoy harto de leer declaraciones de Almodóvar, incluso de Leguina, diciendo tal cosa, pero mis jefes no se han enterado todavía de que todo fue un espejismo, un invento de los medios de comunicación destinado a promover el turismo local y a reforzar las señas de identidad de una comunidad autónoma recién nacida. Así que algo tendré que hacer".
Caía la noche cuando pasé a recogerlo por su hotel y me lo encontré dispuesto para una expedición nocturna que a él, veterano corresponsal de varias guerras, se le antojaba extremadamente peligrosa según las informaciones que había recopilado últimamente en la prensa, artículos, reportajes y comentarios que hablaban de una ciudad violenta asolada cada fin de semana por hordas de vándalos adolescentes que, litrona en mano y con la mente obnubilada por la ingestión masiva de drogas de diseño, tomaban las calles arrasándolo todo y agrediendo a los pacíficos viandantes sin ningún tipo de provocación previa.
Harald, un profesional curtido y dispuesto a afrontar los mayores riesgos en el cumplimiento de su sagrado deber informativo, me pidió que le guiase a la plaza del Dos de Mayo, al corazón de la refriega, al cogollo de la violencia juvenil de baja intensidad de los fines de semana. Así lo hice, aunque antes le advertí de que tal vez no era el día apropiado, hacía una noche de perros y el viento, la lluvia y las bajas temperaturas bastaban para enfriar los ánimos más candentes y quitarles las ganas de juerga a los alborotadores más pertinaces.
"Si no pueden estar en la calle, se meterán en los bares; ya sé que introducirse en algunos de esos antros sin protección puede ser muy arriesgado, pero bueno, a lo mejor a ti te conocen y no nos hacen nada".
La visible mueca de contrariedad que exhibió el taxista cuando le comunicamos nuestro destino no hizo más que confirmar los temores de Harald, aunque yo me pasé todo el trayecto explicándole que los cachorros de la litrona que embadurnan con sus grafitos guerreros los muros y marcan su territorio meando descontroladamente por todas las esquinas no suelen tener edad ni presupuesto para entrar en los bares y suelen celebrar sus espontáneos y orgiásticos rituales a la puerta de los pubs a la espera de cumplir los años requeridos y acumular en sus bolsillos los primeros billetes. "De todas maneras, algo habrá", le dije para no decepcionarle del todo.
La plaza del Dos de Mayo parecía el lugar más tranquilo de la Tierra. Daoiz y Velarde posaban para la inmortalidad haciendo el lila con sus faldellines y su cañoncito de juguete, así que nada más desembarcar en ella fuimos a buscar refugio en un tugurio que por su nombre, Belcebú, Bar de Copas, parecía prometedor.
El chasco fue demoledor, las cuevas de Belcebú estaban demasiado iluminadas para ser el infierno, y bajo la luz de sus lámparas, nutridos grupos de adolescentes se entregaban a juegos de mesa, impropios de tahúres y ludópatas; los parroquianos del establecimiento jugaban al Trivial, al Pictionary, a las tres en raya y al parchís, ese juego salvaje que excita la competitividad, la avaricia y el canibalismo. Tan concentrados se hallaban en el vicio que apenas probaban los refrescos y los zumos que tenían a su lado, incluso había algunos degenerados bebiendo café con leche.
Huimos del Belcebú profundamente decepcionados por tan deprimente espectáculo, pero no tuvimos mejor suerte en nuestras siguientes paradas; el Abraxes resultó ser una tetería que apestaba a sándalo poblada por hippies clónicos y reciclados, y algo parecido nos pasó en el Baal y en el Gandalf, donde la bellísima camarera nos obsequió con una mirada de desprecio antes de decirnos una vez más que no servían alcohol. Al final ahogamos nuestras penas dándole al whisky de malta en una taberna irlandesa entre una pacífica clientela de aficionados a la música celta.
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