Generación Cruyff SERGI PÀMIES
Mis primeros recuerdos de Cruyff se remontan a finales de los sesenta. En el televisor de casa de un amigo veo cómo el Ajax gana la Copa de Europa. En la calle, los chicos llevan camisetas con una franja roja pintada con rotulador y un número 14 de esparadrapo a la espalda. Cruyff es, entonces, la alternativa a un Olimpo que pertenece a Pelé y a Di Stefano. Holanda no existe como mito y el Mundial de 1970 deifica a Brasil. Tres años más tarde, convertido en ídolo gracias a su televisado talento, Cruyff llega a Barcelona y revoluciona la Liga con una campaña que le sirve de preparación para el Mundial de Alemania. Aquella temporada, el Barça deslumbra y Johan dirige los fuegos de artificio. ¿Cuál es su aportación como jugador? Velocidad, técnica, atrevimiento e imaginación. Atónitas, varias quintas de aficionados descubren que se puede ser simultáneamente rápido, elegante, práctico, descarado e imprevisible. Los más mitómanos lo convertimos en ídolo. Nuestros hermanos mayores tuvieron a Elvis, al Che o a los Beatles. Nosotros tenemos a Cruyff y ya podemos hablar de fútbol sin sentirnos inferiores por no haber visto jugar a Kubala o a Samitier. Como una losa, llega la final del Mundial de 1974, que, pese al buen juego holandés, le desmotiva y avinagra. Cuando se repite que, salvo el primer año, Cruyff jugó mal, se olvida que llegó aquí con los deberes hechos: copas de Europa, ligas y demás. Su última etapa como jugador coincidió, es cierto, con un endiosamiento que afectó a su juego y que provocó más de un cabreo. Luego, cuando se fue, le perdimos un poco la pista, aunque iban llegando ecos de sus aciertos y patinazos. Que si América, que si el Levante, que si el regreso a Holanda, que si una supuesta traición al Ajax fichando por el Feyenoord (ganando la Liga con 38 años, fumando dos paquetes diarios de cigarrillos). Cuando alguien me hablaba mal de él, de sus fracasados negocios o de su fama de pesetero, yo reaccionaba igual que cuando oigo que Picasso era mujeriego: "¿Y qué?". Hasta que resultó que, del mismo modo que los que le descubrimos siendo niños habíamos crecido, a Johan le había llegado la edad de ser entrenador. En esta faceta, brilló todavía más. Confió en los más jóvenes, aplicó su particular credo futbolístico, convenció a propios y extraños de virtudes que quizás no tenían pero de las que acabaron viviendo, y nombró a su sucesor: Van Basten. Cuando se habla de genios, de Pelé o Maradona, se olvida que ninguno de ellos ha logrado el palmarés de Cruyff como entrenador. Lo que le diferencia de sus ex colegas es que, aun equivocándose y cayendo en autoritarias parodias de sí mismo y mangoneos varios, él ha prolongado su genio más allá del campo y es muy probable que lo extienda fuera del banquillo, en alguna de las aventuras con las que piensa sorprendernos. No soy objetivo, por supuesto. Yo llevé la camiseta (hecha a mano) del Ajax y me cabreé cuando, de niño, estuvo a punto de atropellarme, pero frenó a tiempo y ni me tocó (ya me veía en el hospital, recibiendo su visita, fotografiándome a su lado), y prefiero el 14 a cualquier otro autobús. Mañana, Cruyff piensa sorprendernos con su mayor proeza: llenar el Camp Nou tres años después de haber sido despedido, con asuntos en el juzgado que le enfrentan a Núñez, y que estrellas a las que echó y que se fueron maldiciéndole regresen a aplaudirle en su fiesta. No soy objetivo, repito, y por eso pienso estar allí. Para agradecerle lo mucho que nos ha dado, por habernos hecho disfrutar viendo jugar bien al fútbol y ganando (otros nos enseñan a sufrir), por haber aprovechado el azar siempre a su favor, sin temerle a nada, por embaucarnos con su confusa labia y su manicomial idioma. Y porque, en un momento dado, hay que dejarse llevar por el corazón.
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