Barcelona, posa"t l"uniforme MERCEDES ABAD
Supongo que esta crónica inaugura un nuevo género: el thriller cromático. Todo empezó cuando, a raíz de las campañas desplegadas por el Ayuntamiento de Barcelona, una intensa fiebre rehabilitadora se apoderó del Raval, el barrio donde vivo. Las fachadas se cubrían de andamios y los vecinos se las prometían felices. Pero -¡ay!- cuando los andamios desaparecían, el paisaje cromático que saludaba al paseante era de una extraña y triste uniformidad: la mugre se había esfumado, pero las fachadas lucían todos los sutiles e infinitos matices del gris y de ese otro color, más deprimente si cabe, que algunos llaman beige y otros, entre los que me honra contarme, merda d"oca. No digo que los colores sean pavorosamente horrendos, sino que, con raras excepciones, el tono general exhala una especie de deprimente, correctita y restreñida finura de pa sucat amb oli. De pronto, al edificio donde vivo le llegó la hora de ser rehabilitado. El arquitecto encargado de la obra entrega el proyecto. Y ¿qué color dirían ustedes que pretende endilgarnos? Pues un color gris (que él llama color piedra) combinado, cómo no, con un inefable merda d"oca. Los vecinos se amotinan y el arquitecto apela a un plan de colores estipulado por una normativa municipal. Como debido a la precipitación de la vecina encargada de tramitar el asunto, el fatídico tándem gris-merda d"oca consta en nuestra licencia de obras, si pintamos la fachada con otros colores, afirma el arquitecto, no sólo perderemos la subvención del Ayuntamiento -que antes era del 30% para rentas bajas y del 10% para las altas y ahora ha quedado en el 20% tanto para las altas como para las bajas-, sino que, además, vendrá la Guardia Urbana, nos paralizará las obras y hasta puede que nos denuncie. ¡Ostras tú! Le echo una rápida y estremecida mirada a mi pasado y me digo que tener problemas con las autoridades por pintar mi casa de rosa resultaría, como mínimo, un sarcasmo. La comunidad me nombra portavoz y me voy a la sede del distrito con la misión de cambiar los colores de la licencia. Durante el trayecto, pienso en los embriagadores calificativos que con tanta frecuencia le aplican a esta ciudad sus ediles (Barcelona: ciutat amiga, ciutat de la tolèrancia i la diversitat, etcétera) y me dejo invadir por un dulce optimismo. Cuando la arquitecta de Patrimoni empieza a largarme un discurso sobre el criterio científico que ha llevado a los responsables del plan de colores a elegir el gris (que ella llama misericordiosamente pols de marbre) y el merda d"oca, bajo bruscamente de la nube. "¿Criterio científico, dice usted? ¿Se puede hablar de criterio científico cuando se trata de colores?". "Criterio científico", arguye, "es tratar de restaurar el aspecto original del edificio y del barrio". "Ya", musito, temporalmente desactivada ante tan contundente argumento. Lo que entonces no me encaja en absoluto es por qué se han derruido tropecientos edificios en todo el barrio si se trataba de restituir el aspecto original. La funcionaria, que hasta ahora iba de delantero holandés, se repliega a posiciones defensivas para recordarme que el plan del Raval se aprobó en su momento. "Además", prosigue, "lo que ustedes quieren es singularizar su edificio mientras que nuestra política apunta a la integración en el conjunto del barrio". "Ya", replico, "yo les respeto su afán integrador, pero convendrá usted conmigo que, en materia cromática, la integración puede hacerse de varias formas: por colores armónicos o recurriendo a contrastes; es posible que combinar por contraste requiera más audacia, pero...". "Escolti", me interrumpe, "el seu edifici no es massa galdós". La frase le gusta tanto que la repite cuatro veces. ¿Y qué hacemos? ¿Lo tiramos? ¿Le damos una mano de pintura invisible? ¿Nos dan una subvención para trasladarnos a un edificio galdós, a Girona, por ejemplo, en alguna de las fantásticas casas de colores que bordean el río? En fin, resumiendo que es gerundio: en esta ciudad democrática, diversa y tolerante, la dictadura de los arquitectos ha llegado hasta el punto que si tiene usted la impertinencia de vivir en un edificio soi disant poco galdós, no espere que el Ayuntamiento le deje intervenir en la elección de los colores de la fachada. A menos que, como yo, despliegue usted una extraordinaria energía y pierda un montón de tiempo, en cuyo caso puede que consiga un par o tres de alternativas al gris y al merda d"oca.
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