Garrote vil
Se cumple ahora el vigésimo quinto aniversario de la desaparición del garrote vil. La última vez que este artilugio de muerte entró en acción fue en marzo de 1974 y se empleó alrededor del cuello del anarquista Puig Antich y del apátrida polaco Heinz Chenz. La horca era el método con que se ajusticiaba en nuestro territorio a los condenados desde la Edad Media hasta que en el Código Penal de 1822 el rey Fernando VII "para celebrar el feliz alumbramiento de la reina, mi muy amada esposa" sustituyó la soga por el garrote al considerar que este instrumento era más humanitario o más rápido o tal vez más ajustado a la estética nacional del descabello. Los españoles obtuvieron de la magnanimidad real la gracia de morir agarrotados. Marianita Pineda probó esta gargantilla de hierro en Granada, en mayo de 1831, en un cadalso bajo el aguacero. Me causó honda impresión ver ese instrumento de cerca cuando aun estaba en funciones con todo su vigor. Un día acompañé al fiscal Jesús Chamorro hasta el último sótano de las Salesas y en un pasillo polvoriento me invitó a que abriera un tabuco cegado donde se guardaban las fregonas y los cubos de detergentes.Había allí un cajetín con tapa corrediza lleno de telarañas que contenía unos hierros herrumbrosos. Era el garrote vil. Parecía un alacrán desarticulado o dormido. Alacranes como éste había uno en cada Audiencia Territorial y cuando nuestra Constitución de 1978 suprimió la pena de muerte fueron traídos a Madrid. Volví a verlos todos juntos como un nido de bichos venenosos esparcidos por el suelo de aquel sótano en ruinas y había garrotes con varios modelos de corbatines y torniquetes, goyescos, estilo Restauración, galdosianos, de acero inoxidable, algunos muy famosos por el renombre del cuello que abrazaron. Si cualquier objeto se convierte en arte, según el método de Marcel Duchamp, con sólo contemplarlo con una mirada nueva al colocarlo fuera de su tiempo y lugar, el garrote vil iluminado hoy sobre un podio de museo podría pasar por un hierro de la primera época de Chillida o de Oteiza. Ante el horror de esas agonías de los condenados que se dilatan en las cámaras de gas o en las sillas eléctricas de Norteamérica donde el Estado persiste todavía en el siniestro oficio de matar, hay que celebrar que el progreso de nuestro espíritu haya convertido el garrote vil en una escultura moderna sin carga alguna de veneno.
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