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Cultura y derechos humanos

La reivindicación de la diferencia, la afirmación de las identidades colectivas, la salvaguardia de la diversidad religiosa y cultural, forman parte del equipaje con que estamos viajando al siglo próximo. Sus razones de ser tienen el mismo status científico, la misma legitimidad simbólica que los derechos humanos, hasta el punto de que muchos consideran que las primeras están implícitamente contenidas en los segundos. Pero la condición universal que los derechos humanos reclaman cancela esa inclusión e instituye un antagonismo insalvable entre ambas series de exigencias "humanas" fundamentales. Pues proclamar unos mismos principios para todos y establecer un ideal único para la humanidad equivale a cortarle las raíces a la multiculturalidad y a negar el derecho a la diferencia. Para acabar con esa contradicción, base de nuestras principales impotencias políticas, es imperativo promover un debate público mundial, que la incapacidad de los políticos, la atonía ciudadana, la precariedad intelectual y el conformismo de los medios obstaculizan y rechazan.Cuando, el 10 de diciembre de 1948, las Naciones Unidas proclaman que la Declaración Universal de los Derechos Humanos representa el ideal común de todos los pueblos y naciones, lo hacen en base a que sus destinatarios, los seres humanos, tienen todos la misma naturaleza y derechos, y, por tanto, el reconocimiento y efectividad de los mismos tienen que ser universales. Esta proclamación, inobjetable en cuanto principio formal, deja de serlo cuando se entra en sus contenidos sustantivos. Pues éstos, tanto en el fondo como en la forma, corresponden al contexto histórico-cultural europeo y norteamericano, que va desde la Ilustración hasta la segunda posguerra mundial, cuyas declaraciones de derechos están inevitablemente condicionadas por los valores y categorías prevalentes en ese periodo. Los defensores de la universalidad rechazan la objeción contextual alegando que sus contenidos corresponden al derecho natural, que es, en cuanto a tal, permanente e invariable, aunque su aparición en el tiempo se haga en determinados momentos y de forma progresiva. Pero el eurocentrismo de la Declaración de 1948, a pesar de haber sido aprobada por todos los Estados, no podía menos de suscitar propuestas alternativas procedentes de las otras grandes áreas culturales. Entre ellas, la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, llamada carta de Banjul de 1981, y la Declaración de Bangkok de 1993 o Declaración de "los valores asiáticos", que son dos de las principales reacciones extraeuropeas, le reprochan la radicalidad de su opción individualista, el primado del conflicto de intereses sobre su armonía y la existencia de derechos sin obligaciones, con sus desastrosos efectos para la cohesión social. Reclaman además la posibilidad de hacer una lectura distinta de la condición humana y de proponer un derecho natural más de acuerdo con sus propios principios, que coinciden con la concepción aristotélico-tomista que fue su primera fuente de inspiración. ¿Por qué va a ser más universal, se preguntan, la propuesta occidental en este tema que la africana o la asiática, por qué el individuo-mónada va a ser una entidad superior al individuo-vínculo del pensamiento oriental?

Habermas sostiene que la concepción europea de los derechos humanos no se basa en la hipótesis jusnaturalista de un derecho innato, sino ha sido la respuesta de Europa a la crisis de la modernidad, centrada esencialmente en la laicidad y en el concepto de autonomía. De lo que se trata ahora es de confrontar esa respuesta con las respuestas a la modernidad que se han producido en otras áreas. Pero para que esa confrontación tenga sentido es necesario establecer previamente una simetría de reconocimientos recíprocos de la racionalidad de las distintas opciones y de su igual vigencia fundamentadora. A partir de ahí podrá comenzar el insoslayable debate intercultural de los derechos humanos.

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