Tres mosqueteros
Ignoro si las jóvenes generaciones, nacidas tras el final de la dictadura, cuestionan, por mero ejercicio gimnástico de la historia, lo que ha sido la existencia en aquel mundo pasado. Los que llevamos la singladura a punto de terminar vivíamos -o creíamos vivir- en una sociedad que era lo que fue y no pudo ser de otra manera, dejen de darle vueltas. Tiempos difíciles que contaminaron forzosamente los destinos individuales. No tengo por acertada la simplificación de que un puñado de ciudadanos subyugasen a todos los demás, instalados en una curiosa fórmula, según la cual eran los únicos que comían pollo -varias veces al día-, circulaban bajo palio y, entre torturas y prohibiciones, se levantaban temprano sólo por una placentera tendencia a fusilar al amanecer a todo quisque que no pensara como ellos. Eso no puede ser cierto, primero porque en este país, lo que se dice pensar, lo hacen muy pocos, y luego porque, en todo caso, habrían despoblado el territorio. Las cosas fueron de otra manera.Me vinieron a la mente estas manidas reflexiones al conocer, hace pocos días, la muerte en Madrid, donde pasó lo más de su existencia, de José Meliá Sinisterra, uno de esos tipos extraordinarios que hacen época. Era valenciano, se extinguió a los 87 años, tras una larga y fecunda vida, como suele decirse en las notas necrológicas. Le conocí y traté superficialmente, como a otros dos que destacaron por su coraje y esfuerzo durante aquella prolongada era. Con Eduardo Barreiros y José Banús, los tres contemporáneos, triunfaron, en penosas y adversas condiciones, en las distintas tareas que cada uno acometió. Uno creó, de la nada, la industria automovilística (los Hispano-Suiza tenían mucho más de helvético que de español), instaló las primeras grandes factorías, con miles de empleados. Otro construyó barrios enteros y uno de los mejores puertos deportivos del Mediterráneo. Y este Meliá alzó un imperio hotelero y la agencia de viajes que desbancó, aquí, a las internacionales Wagons-Lits y American Express.
Los tres partieron prácticamente desde cero, para encontrarse en el desierto. Procedentes de familias pequeño-burguesas, industriales o comerciantes, se emanciparon muy pronto. Alguien podría decir que contaron con el beneplácito del régimen anterior. ¡Hombre!, sería difícilmente aceptable que, al solicitar el permiso para instalar una fábrica de camiones, cavar los cimientos de una urbanización o construir un hotel, se planteara una total o parcial disidencia con las normas políticas de una dictadura. Hace tiempo, en los formularios de acceso a Estados Unidos, se preguntaba al extranjero si pensaba atentar contra la vida del presidente. Un intelectual español -aunque dudo de que la historia fuera cierta- escribió: "Pues no se me había ocurrido. Quizás", y no pudo desembarcar en los muelles neoyorquinos.
Parece que somos un pueblo iconoclasta a todos los niveles, pero nos salva cierto respeto hacia los personajes que tienen la delicadeza de morirse, porque aquí no se habla bien de los vivos, con la excepción de don Adolfo Suárez, extraña cuestión, si tenemos en cuenta que durante su mandato le pusieron como chupa de dómine, no sólo sus enemigos políticos, sino también los propios correligionarios, lo que no deja de ser sorprendente.
Barreiros, Banús y Meliá no fueron los únicos, sino, quizá, los más sobresalientes en la tarea de construir un país en circunstancias muy desfavorables. Tras una guerra civil, brutal como su mismo nombre indica, empalmada con otra mundial, el panorama, permítaseme la expresión, era bastante jodidillo. Sin dinero, con mano de obra poco cualificada, sufriendo las adversas consecuencias del bloqueo exterior, los tres hombres -y otros más- echaron los cimientos de la renovación de España. Estas vidas ejemplares contribuyen a que, por veleidades geográficas o de nacimiento, muchos no sintamos vergüenza de nosotros mismos por haber trabajado, soñado y amado en un país que siempre es más que sus circunstancias. Conocí muy por encima y admiré a esos tres mosqueteros, el último de los cuales acaba de rendir la espada. ¡Bravo por ellos!
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