Un arte marginal
PEDRO UGARTE El paisito se está llenando de grandes infraestructuras culturales: son los museos, los teatros, los faraónicos palacios de congresos. Las ciudades han entrado a competir para convertirse en centros neurálgicos de la cultura y eso nos parece magnífico. Quizás el verdadero cambio que estamos experimentando va más allá de lo urbanístico: el País Vasco siempre se ha caracterizado por su vocación empresarial. Ignoramos cuál será nuestra posición en el ranking según artistas, pero donde siempre hemos destacado ha sido en el ranking según gestores. Ésta ha sido tradicional cantera para directores administrativos o financieros, gerentes, asesores jurídicos y apoderados bancarios: ahí no nos ganaba nadie. Nuestra sociedad de sólidos ejecutivos había conceptuado siempre al artista como un irremediable pobretón. La consideración, en términos de renta de las personas físicas, era acertada. Y, sin embargo, la conversión colectiva al arte y la cultura está cambiando ciertos criterios: sean quienes sean esos pobres diablos que trabajan con las cosas del espíritu, lo cierto es que su obra arrastra a las multitudes. Uno funda un museo de pintura expresionista o convoca un congreso de arqueología medieval y la gente se muere por hacer cola, con su turística indumenta o con su carpeta de congresista. Dios mío, tantos años estudiando análisis financiero para acabar al servicio de unos tarados que pintan en inhóspitos estudios o de unos polvorientos catedráticos que redactan tesis y tesinas. El cambio resulta saludable, porque el futuro, a lo que parece, no está ya en la máquina-herramienta ni en la industria auxiliar del automóvil. El futuro está en las grandes orquestas sinfónicas, en las compañías de danza, en los escultores megalómanos que reflexionan sobre el vacío metafísico a base de toneladas de cemento armado. Rectificar es de sabios. De pronto, el paisito deja de ser un pozo siderúrgico y pretende convertirse en la Atenas del próximo milenio. Nos alegramos todos. Nos alegramos incluso aquellos que siempre sentimos inclinación por alguna actividad artística y padecimos en el barrio la condición de perro verde. Los perros verdes siempre tuvimos dificultades entre los humanos, pero la consideración de que los negocios caninos son fundamentales para la economía del futuro nos puede salvar del anatema. Los artistas dejarán de ser unos apestados en este país que desterró a Blas de Otero o a Ignacio Aldecoa, o que obligó a Aresti a consumir sus energías sobre unos libros de comercio en los muelles de Zorroza. Perdón, deformación del oficio: estábamos hablando de pintores, bailarines, directores de orquesta. ¿Qué tienen que ver los escritores en todo este negocio? Al contrario de las otras artes, la literatura no es visual. La performance que necesitan las letras es tan modesta que los poderes públicos prácticamente no deben preocuparse de ella. Sigan construyéndose conservatorios, museos y teatros: el libro continuará siendo un objeto materialmente imperceptible. La certidumbre de que, al final, la literatura va a quedar al margen de la feria cultural del próximo milenio puede contemplarse de dos modos: con resignación o con una calculada alegría. Siempre ha habido algo lateral, marginal, profundamente desclasado en el hecho literario. Si las otras artes constituyen un timbre de prestigio social, la literatura nunca ha abandonado un rincón sucio y extraño, poco propenso a las galas inaugurales, a los caros eventos multitudinarios, a los edificios emblemáticos. Y quizás habría que decir: afortunadamente. La más disolvente de todas las artes no cuenta con asideros sensitivos, se dirige al intelecto, y eso la obliga a arrellanarse en el silencio. Dentro de la vida social, lo literario se escribirá siempre en los márgenes, mientras que las otras artes llevan camino de ocupar el centro mismo de la página. Quizá sea el mejor modo de seguir analizando la realidad con buena perspectiva.
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