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El biombo

ARCADI ESPADA No es extraño que en una comunidad pueril, donde la inocencia, la irresponsabilidad y un candoroso egocentrismo son la marca (hispánica) de sus días, no es extraño sino perfectamente ejemplar que la propuesta de que los menores víctimas de abusos sexuales declaren tras un biombo que los oculte de su presunto agresor, vaya ganando adeptos. Cada hora que pasa se suman vivaces e impecables reflexiones a la causa. La otra mañana alguien decía en el periódico que la sala de un tribunal no es el lugar más adecuado para acoger la declaración de un niño. Tal vez lo dijera por los imponentes artesonados, las ceñudas escayolas, por las lúbricas cornucopias o por el olor, en fin, de polvo viejo que contamina todo. ¿Qué tal con unos globitos? Horas más atrás, la encarnación de lo irreprochable sugería que las declaraciones de menores se realizarían por circuito cerrado de televisión. A la propuesta se añadía una coletilla bien catalana: el sistema sería pionero en Europa. Tots tips. No son los míos, aunque me parecen obvios, los argumentos jurídicos que exigen, en el juicio, la confrontación entre agresor y agredido. Esta confrontación es un capítulo más, y no de los más irrelevantes, en la búsqueda de la verdad. La vida, inhóspita y terrible tantas veces, exige el cara a cara. Además, para la mayoría de los niños que acceden a un tribunal, este encaramiento es un ejercicio diario. Sería magnífico disponer de un biombo cada madrugada que un familiar revienta de una sobredosis; o cuando la hora de la cena se distrae con vídeos putrefactos y carne de chicles; un biombo cada vez que, mártires de la tradición y el relativismo, se le corta el clítoris a una hermana. Pero el biombo sólo está para las ocasiones estelares: cuando el niño humillado emerge de la ciénaga y pisa el umbral de las impolutas instituciones. ¿Para quién mandan poner el biombo, en realidad? ¿Para ellos o para nosotros? ¿Quién es el que no ha de verse en los ojos del otro? La hipocresía de quien pone y quita biombos como los gobernadores al paso de Catalina de Rusia puede que sea lo más vistoso de este asunto. Espero que me haya permitido escribir hasta aquí líneas felices, al nivel de los bellos y nobles sentimientos que las han inspirado. Pero lo que hay al fondo del biombo es mucho más preocupante. Si las autoridades jurídicas y políticas prescriben biombos es porque están convencidas de que el niño sólo puede ser inocente. Y desde este punto de vista, la confrontación visual con el agresor es irrelevante. A nuestro moderno y pedófilo sistema -diseñado por la mala conciencia sesentayochista que con tanto crédito describe Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia - se le hace la boca agua ante un niño. Por más que la pedofilia se haya convertido en el mal unificador del final de siglo, la circunstancia no debiera confundirnos: se trata, sobre todo, de que el sistema la considera una competencia indigna. Esta idealización de la infancia no significa en absoluto que la consideración social del niño haya avanzado por ahí un solo palmo. Si los adultos lo escogen como terreno prístino donde depositar los restos de su fracasada aspiración a la inocencia es, otra vez, por su propio bien y no por el bien de ellos. El niño que no puede mentir, el niño condenado -ontológicamente- a la verdad, es un ser amputado: mientras persista la convicción irrevocable sobre su inocencia persistirá su encadenamiento. Por supuesto, la reclusión del menor en el líquido amniótico comporta grandes ventajas para ciertos adultos. Jueces, fiscales, policías, psicólogos y demás pléyade comprometida en la protección de la infancia, se escudan tras el cuerpecillo y así eluden, a su vez, sus responsabilidades: no es más que otra prueba de la puerilización general. Antes que adentrarse en el movedizo territorio donde la mala vida dicta sus leyes, antes que mancharse en la investigación y el análisis de las circunstancias que suelen rodear a un abuso sexual; antes que poner a prueba la verdad ideal del niño en el potro de tortura de la realidad, declaman su fe ciega en la inocencia. Y aún proponen que esa inocencia -por lo que pudiera pasar- sea retransmitida en circuito cerrado. La boba opinión pública les aplaude: por buenos y por técnicos.

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