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De la grieta a la brecha

Cuando el presidente del Gobierno se disponía a recibir a quien hemos convenido en llamar líder de la oposición, la impresión dominante era que había mucho, tal vez demasiado, Gobierno y poca, y un tanto extraviada, oposición. Tres años mal contados de ejercicio de poder han bastado para dar la vuelta a las expectativas de las últimas elecciones. Lejos de haber sufrido entonces ningún descalabro, la precariedad del triunfo popular dejaba a los socialistas en una envidiable posición para recomponer la figura y pasar de nuevo a la ofensiva. Por vez primera, un partido derrotado no era un partido arrasado. Desde aquel momento, sin embargo, el Gobierno se consolida y afianza, mientras la oposición forcejea por debilitarse y retroceder.Recordar la broma de Andreotti para dar cuenta de lo ocurrido, aunque no pase de vano consuelo, es muy pertinente. Sin duda, el poder desgasta sobre todo a quien no lo ejerce, especialmente en España, donde el Gobierno es tan invulnerable que nada puede debilitarle, ni siquiera su ejercicio en minoría siempre que en el depósito de concesiones a los nacionalistas quede agua y pueda graduarse el grifo a voluntad. Como le habría gustado decir a Fraga, en España se es presidente, y punto. El presidente determina la carrera de los dirigentes de su partido, nombra y separa a discreción a los ministros, controla a su grupo parlamentario y goza de una insólita visibilidad, pues mandatarios suyos dirigen la televisión estatal y personas que a él deben sus puestos dominan buena parte de la no estatal.

Fuerte por su control de partido, Gobierno, Parlamento y medios, ya se comprende el daño que un presidente puede producir en las defensas de la oposición. Pero eso no es suficiente para explicar todo el estropicio: hace falta que la oposición ponga también algo de su parte. Si en su escalada a la cima, Aznar contó con un gregario bronco y resoplón y en el pedaleo por el llano tira de su rueda un fresco y sonriente rodador, Borrell sintió durante la subida el aliento del aparato en la nuca y, conquistado el puerto, ha tomado la cabeza un profeta de infortunios. Cuando miraba hacia atrás, su partido iba por Guadalajara; cuando mira adelante, el compañero expresidente anuncia una España al borde del precipicio. Entre una cárcel y el abismo, la distancia que le separa de la presidencia no hace más que crecer.

Puede cumplirse así por segunda vez el sueño de cualquier presidente en ejercicio: enfrentarse a un líder de la oposición que parezca débil en su partido e indeciso en sus propuestas de futuro. Fraga cumplió esa función maravillosamente para González: un partido convencido de que no había nada que hacer hasta no librarse de su presencia, un programa de gobierno que infundía pavor, un Parlamento que le escuchaba displicente y unos medios que le habían asignado un techo infranqueable. Borrell no puede representar para Aznar el papel de un líder de la oposición de quien se supone que es un engorro para su propio partido, que carece de poder sobre sus dirigentes y que en tiempos de bonanza económica, y cuando los grandes proyectos son cosas del pasado, encuentra dificultades para proponer políticas alternativas.

Ésta es una dinámica que el PSOE y su candidato a la presidencia pueden y deben romper. Recursos y experiencia no faltan para conseguirlo: una amplia base social, una posición fuerte en varias comunidades autónomas, una posibilidad real de alcanzar la presidencia de la Generalitat. El partido socialista salió entero de las últimas elecciones; nada exige que salga roto en las próximas. Pero tendrán que soldar voluntades, armonizar el tono y la oportunidad de las distintas voces, abandonar el profetismo de infortunios y esa especie de derrotismo que da por sentado que los gobiernos no van por legislaturas sino por ciclos. Si no lo hicieran, la pequeña grieta que les apartó del gobierno hace tres años puede convertirse en una enorme e irreparable brecha.

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