El fin
Si lo hemos entendido bien, el 1 de enero próximo nos instalaremos en 1900 debido a una rara dolencia analógica que afecta a la mayoría de los ordenadores. Dejarán de funcionar la luz, el gas, la domiciliación bancaria, el marcapasos, el cajero automático, el semáforo, la lavadora, el horno, el Hispasat, y la realidad digital en su conjunto. Regresaremos, en fin, al siglo XIX, aunque no es probable que la novela que tenga uno a medio escribir en el procesador de textos se convierta en Madame Bovary, sobre todo si uno no escribe en francés. Las casas de seguros amenazan con no hacerse cargo del desastre porque, en boca de uno de sus ejecutivos, "asegurar las consecuencias del efecto 2000 sería como asegurar el paso de la niñez a la pubertad".Y no es que la niñez fuera un chollo, que veías fantasmas, sacamantecas y ectoplasmas por todas partes, pero el tránsito a la pubertad le dejaba a uno hecho polvo. Lo peor era aquella indefinición: el saber que habías dejado de ser una cosa sin llegar a ser otra conocida. Peor aún: viendo cómo nos observaban las chicas, la sospecha era que nos habíamos convertido en el fantasma, el sacamantecas o el ectoplasma del que veníamos huyendo. Por eso las novelas de terror fascinan tanto a los adolescentes: son mera biografía. El doctor Jekyll y Mr. Hyde, desde la perspectiva de alguien que se levanta de la cama con los brazos tres centímetros más largos que el día anterior y un acontecimiento en medio de las ingles, es puro realismo costumbrista.
Entendemos que las aseguradoras no se hagan cargo de una catástrofe de esta naturaleza, ya sea digital o analógica. El salto de la niñez a los asuntos es, en efecto, un siniestro total. Pretender cubrir su descalabro es como querer asegurar el fin del mundo.
No se puede.
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