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Muros contra África

J. M. CABALLERO BONALD Vi el otro día unas fotos de la frontera de Ceuta con Marruecos literalmente siniestras. A lo que más se parecían era a los muros de un campo de concentración o a las barreras levantadas ante el asalto de las tropas enemigas. No he estado nunca en ese paso fronterizo ceutí, pero sí en el que separa a Melilla de Nador. El espectáculo debe de producir el mismo efecto: una mezcla de piedad y bochorno. Puedo llegar a entender una situación extrema, es decir, que la ausencia de trabas provoque un grave desbordamiento inmigratorio. Pero de eso a admitir que lo que se está haciendo para evitarlo es lo idóneo, queda un amplio trecho de vergüenza. Cuando no de ignominia. Esa frontera consta actualmente de dos vallas paralelas, afianzadas con alambres de espinos, entre las que discurre un camino de vigilancia. Parece ser, sin embargo, que semejante barrera no basta ya para impedir la filtración clandestina de inmigrantes. De modo que van a levantar otro muro de acero galvanizado de más de tres metros de altura, reforzando al mismo tiempo los efectivos policiales y los puestos aduaneros. Todo indica que la idea de disociar las ciudades de Ceuta y Melilla del resto de África es un objetivo prioritario. Hay que construir una cerca inexpugnable, hay que dejar a los africanos sin posibles extramuros del estado del bienestar. La Ley de Extranjería está promulgada para eso: para prevenir los contagios y salvaguardar la armonía ciudadana y las prerrogativas de la globalización. La tragedia de los inmigrantes sobrepasa habitualmente los más negros capítulos de cierta historia de la infamia. Todos esos ciudadanos menesterosos y despavoridos que eligen el azar europeo de la supervivencia, han sido previamente engañados, despojados de sus recursos, transportados sin papeles a un mundo que va a perseguirlos o a esclavizarlos. A los que mueren en el empeño atroz de atravesar el Estrecho en pateras de pesadilla, se suman las víctimas de la desesperación, del desamparo, de la sistemática vileza de las mafias. Dicen que, al margen de los magrebíes que aún confían en el clavo ardiendo de España, hay unos 10.000 subsaharianos en Marruecos esperando la siempre peligrosa ocasión de cruzar la frontera. Tengo entendido que el partido político llamado GIL, propiedad de Gil y Gil, va a presentar candidatos en las próximas elecciones locales de Ceuta y Melilla. Ignoro si este partido está basado en el fin de las ideologías o en el principio de Arquímides: lo primero no necesita glosa; lo segundo se refiere al peso del fluido desalojado. De todos modos, la perspectiva no es tranquilizadora. Unos escaños en manos de ese sujeto son unos escaños en manos del fanatismo. Los muros que aíslan a Marruecos se convertirían en otras más implacables pruebas de la intolerancia. Además, Gil y Gil sabe muy bien a qué atenerse en este sentido, ya que en su jurisdicción marbellí se han resuelto convenientemente todas las cuestiones relativas a la inmigración: los árabes que llegaron a esa costa lo hicieron en sus propios yates. O sea, que las comparaciones no siempre son odiosas.

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