La perfección
Estaba ojeando un libro sobre la manera de ser feliz y, entre los dictámenes, apareció esta hermosa orden de hierro: "Hay que eliminar la necesidad de ser perfectos".
El estudio, auspiciado por la universidad de Stanford, ha investigado exhaustivamente durante años sobre qué clase de circunstancias vitales, hábitos y rasgos de la personalidad, correlacionan con la oportunidad de ser felices. ¿Son, por ejemplo, más felices los que tienen más hijos, más kilos, más amantes, más dinero, han triunfado en la profesión, duermen más horas, viven cerca de los ríos, frecuentan los gimnasios, creen en Dios, comen más dulces?
Aparte de que la felicidad no parece conectarse fielmente con ningún elemento de estas series, sí correlaciona, entre otras cosas, con aquella actitud personal que no se afana en alcanzar la perfección. Muy al contrario de lo que ha predicado el secular proyecto cristiano, destinado a procurarnos obstinadamente el cielo, los psicólogos concluyen que las ansias de perfección desencadenan un íntimo infierno permanente.
Y no sólo aparece como dañina esta clase de ética; en lo estético, la perfección puede hacer lindar con lo feo y, en su extremo, con lo monstruoso y lo siniestro. Una sepia o una rana son, por ejemplo, perfectas, según sus planes, pero no puede decirse que simbolicen el clímax de lo muy hermoso. La atracción irresistible, en cambio, viene a hospedarse en uno o en varios pliegues de la imperfección. La imperfección acoge al ser humano, convalida, descarga su vida y es una señal de libertad. Gracias a asumir la imperfección nos libramos de la gran tabarra de ser mejores o incluso de volcarnos a morir. Porque sólo, en verdad, la muerte es perfecta, imperfectible, mientras nuestra mayor felicidad radicaría, precisamente, en lograrla evitar.
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