Se vende
Un holandés se quedaría sorprendido. A la vista de los carteles de las fachadas y de las vallas en los solares que cada día van multiplicándose, se diría que toda Valencia está en venta. En la calle Reina Doña Germana, junto a la esquina que se abre a uno de los chaflanes con Ciscar, venden un bajo comercial como he conocido pocos en esta ciudad. Es un edificio de un racionalismo impecable, tal vez del breve tiempo de la República. El cartel de "Se vende" lleva ya un cierto tiempo pegado a la fachada. En la parte de arriba de la puerta, un pequeño ventilador sigue dando vueltas para mantener aireado el local y recordarnos de paso el aprecio de los propietarios sobre el espacio interior, el más hermoso despacho de pan de la ciudad. Hasta hace poco más de un año se podían degustar sus diminutas empanadillas de cebolla. Era una excelente excusa para disfrutar de la fresca penumbra del comercio, para recrear la vista en los amplios anaqueles y gozar del tacto de un mostrador de madera sin más barniz que el uso y la limpieza. Sobre nuestras cabezas, grandes esferas blancas pendientes de un cable recto iluminaban las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde. No es nostalgia porque las panaderías de mi infancia estuvieron ya amuebladas con railite y alumbradas por neón. No, no es nostalgia. Es una sensación de cierta sorpresa. Hubiese sido milagroso que algún horno estupendo como el Mir de la calle Comedias, o el de San Antonio, de Embajador Vich, hubieran abierto aquí su sucursal, pero uno había imaginado que, al menos, en semejante espacio y casi sin tocarlo, podían instalarse otro tipo de tiendas. Una papelería era difícil; tal vez, una tienda de ropa con cierto toque; quizás, un comercio de delicadezas gastronómicas; o incluso, una corsetería sugerente. Aunque, a fin de cuentas, lo más probable era que instalasen un bar, o uno de esos nuevos cafés que tanto proliferan. Pasan los meses y en estas calles del ensanche casi todas las semanas abren nuevos comercios, sobre todo muchos bares, pequeños restaurantes, algunas tabernas con buenos caldos e incluso una cafetería en la que parece que en cualquier momento podrían aparecer los personajes de Friends, la telecomedia del Plus. En casi todos estos locales se han gastado sus buenos dineros en imponentes barras de madera avejentada, en darle una pátina de antigüedad a los muros cubriéndolos de estucos venecianos, o chapar las paredes con enormes piedras sin pulir; y sobre todo, forrándolos de falsos ladrillos cara vista. A veces todo ello, mezclado en un espeso revoltillo. Hay de todo, pero la hermosa panadería continúa estando cerrada. El ventilador de la fachada sigue dando parsimoniosas vueltas como si fuera un gigantesco caleidoscopio al que acercar el ojo y la imaginación. En ese prisma mágico van desfilando como cristales rotos edificios como el que miramos y barrios enteros de la ciudad, otros de momento. Con las vueltas del caleidoscopio, algún espacio se irá recomponiendo, muchos desaparecerán, otros recordarán vagamente la imagen que tuvieron, pero entre algún hallazgo con genio, los más aparecerán como figuras fragmentadas entre los bloques de mal gusto que conforma el simple azar. Y el penoso rechinamiento que produce al girar, cuando tomemos un poco de distancia, nos dirá que algo se está rompiendo en la ciudad.
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