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EL PERFIL

Caruana, "peñazo" de noche y de mañana

H ace un par de meses piqué otra vez: hacía yo el salmonete, nadando en la desidia frente al aparato de televisión, cuando la carnaza resobada del telediario de la noche me indujo a pulsar el mando. ¡Zas! Lo de siempre: Álvarez Cascos en Asturias con su señora y ambos bajo la sombra de un tipo que continúa siendo el presidente del Principado, la sonrisa de Cabrales de un José María Aznar que incluso ha conseguido bostezar con la boca cerrada, Borrell haciendo piragüismo en un torrente del Pirineo leridano, otra mujer cosida a puñaladas por el rufián de su marido -aún no habían comenzado los perros a comerse a cuanto niño caiga entre sus fauces-, de pronto, noté un tirón en el anzuelo: un gibraltareño era entrevistado a propósito de no sé qué. El llanito se paró de soslayo ante la cámara y le espetó a la periodista de TVE: "¿Sabe usted lo que ocurre con España? ¿No? Pues que la guerra civil terminó muy pronto. No tuvieron ustedes tiempo suficiente para matarse todos". Sonriente, tras la figura tenebrosa y las palabras sobrecogedoras del televisado exterminador gibraltareño, un tipo cruzaba sus brazos sobre el pecho con ese ademán propio de los vendedores de manuales de sectas religiosas poco antes de que tú te cagues en su padre y termines de mandarlos a la gran puñeta. Era el ministro principal de la colonia inglesa, Peter Caruana, que, además de sonreír, hacía los cinco lobitos -quizá agitase sus manos saludando- ante aquella cámara de los horrores teledirigidos. También pude observar su aspecto de chivato de enseñanza primaria, esa ralea de asquerosos que compartían tu pupitre en el colegio con la sana intención de levantar la mano en mitad del examen final de matemáticas: ¡Don Fermín, don Fermín! ¿Qué pasa, Peter? ¡Que Soto se está copiando! Con el anzuelo del telediario rebanándome el occipucio, todavía tuve el tiempo justo para confundir a Caruana con Pimentel. Después, mi mujer apagó la tele y consiguió practicarme el boca a boca hasta reanimarme. Una infusión de tequila con Xabier Arzalluz me repuso en mi habitual estado de salmonete. Desde esa noche, la colonia inglesa y sus habitantes -incluidos los famosos monos, que (así me lo juran) son parte principal del censo de votantes del peñasco- han ido incrementando su presencia en los espacios informativos de los canales de televisión. Unas veces, porque las lanchas patrulleras de Gibraltar se dedican a chafar el trabajo de los pescadores de La Línea; otras, porque los contrabandistas gibraltareños han conseguido más potencia en los motores de sus planeadoras; algunas más, porque el benemérito cuerpo de la Guardia Civil sale pitando en cuanto aparecen los buques piratas del peñón para atrapar pescadores españoles; finalmente, las menos, porque Matutes ha perfeccionado un verbal acuerdo pesquero con el gobierno de su graciosa majestar. Peter Caruana, entre tanto, ha ido limando las viejas tradiciones bucaneras de Gran Bretaña. Ya no es el ministro principal de la única colonia inglesa en Europa; ahora también es quien apaña los desmanes de la diplomacia española. Los pescadores del Campo de Gibraltar confían -tienen que pescar para comer, esa costumbre tan extendida incluso entre los pescadores y sus familias- en los acuerdos escritos alcanzados en sus negociaciones con este Caruana que demuestra todos los días su habilidad para aparecer allí donde el Ministerio de Asuntos Exteriores de España no desea verlo ni pintado, y Abel Matutes -puesto su culete de marinero en tierra más al pairo que nunca- insiste en la palabra dada por el gobierno británico, aunque, según parece, tan sólo era un mensaje metido en una botella y arrojado al Canal de la Mancha en las entrañas del flotante objeto. Prestar crédito a la palabra de un inglés es como entregarle a un yonqui 1.000 libras esterlinas para que te las ingrese en la cuenta corriente de tu banco, pero Caruana no es inglés. Peter Caruana es un habitante de una colonia de Gran Bretaña empeñado -probablemente con la vista gorda del pirata Tony Blair- en conseguir la plena soberanía de su peñasco. Para ello, nada mejor que ejercerla prescindiendo tanto del gobierno británico como del Gobierno español. ¿Cómo? Negociando él mismo, en el exclusivo nombre de su gobierno colonial, con los pescadores andaluces, haciendo de gibraltareño bueno entre tanto gobernante inglés avispado y tanto gobernante español pésimo. Calvito, portador de unas gafas modelo prestamista, resabiado por los tufos británicos y las pestes españolas, con su aspecto de mandamás de una secta que confía en la llegada de los extraterrestres, Caruana le hace la peseta, la libra y el euro a quienes pretenden ningunearlo desde Londres y desde Madrid. No es que el gobernador inglés de la colonia de Gibraltar tenga la última palabra en el peñasco, es que, gracias a los trapiches de Peter Caruana y a las piraterías del corsario Blair, no tiene ni el pío ni el pío-pío. Sin embargo, en este asunto hay alguien que palmará piándola. Ya saben: Abel fue un cateto de Ibiza que murió asesinado por un estraperlista de Gibraltar. ¿Caín? ¿Caruana? No recuerdo el nombre del asesino. JUVENAL SOTO

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