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Congresos

El congreso del PP, celebrado la pasada semana, ha suscitado en los analistas dos tipos de reacciones. Por un lado, nadie ha podido discutir lo motivado del triunfalismo allí reinante, dados los éxitos gubernamentales en sectores claves como la economía, la postración de la oposición y los coincidentes resultados de las encuestas, la solidez del liderazgo y la cohesión de que los compromisarios han dado muestras. De otra parte, no ha faltado una generalizada ironía en torno a la caracterización del congreso por la exaltación caudillista, las unanimidades búlgaras que, cito palabras textuales, reemplazan el pluralismo democrático con el consenso generalizado y la sustitución de las opciones ideológicas por la estrategia de la mera imagen. Como dúplica, en fin, a tales críticas no ha faltado tampoco quien comparara el eco positivo que sobre la opinión tiene un congreso semejante con los muy negativos de un congreso de confrontación -recuérdese el de UCD de 1982- o, incluso, de conflicto -como los dos últimos celebrados por el PSOE-. En efecto, parece que la práctica política española sólo conoce dos tipos de congresos, que, en último término, reflejan dos tipos de partido. O el congreso es aclamatorio y para centrarse en la persona del jefe deja de lado lo demás, incluidas, por supuesto, las ideas. O el congreso es conflictivo, con oposición de programas y personas, falta de compromiso y marginación, cuando no persecución, de los vencidos. Si se comparan los congresos de los años setenta con los de la actualidad, se comprobará que los tipos son cada vez más puros. El primero es propio de los partidos carismáticos, empresas de poder de un hombre y de su equipo, en el que militante y electorado son reducidos a la condición de séquito y las imágenes, ideas y aun valores a instrumentos tácticos para lo único importante: vencer. El segundo tipo de congreso revela el partido que no ha llegado a esta fase o que, por efecto de la derrota, que no deja sano carisma alguno, ha salido de ella y busca su reacomodo.

Falta en España el tipo de congreso que no sólo aclama, sino juzga (recuérdese la sustitución de Sharping por Lafontaine en el SDP alemán) y es capaz de superar el conflicto innegable mediante el compromiso deseable y posible. Y ello revela que falta en España un tipo de partido, usual en Europa, que, sin caer en la olla de grillos, pueda evitar la disciplina del regimiento.

Es bien sabido que los partidos, como toda organización, tienden a la rigidez y oscilan entre el sultanato y la burocratización. Pero semejante ley de bronce no es ineluctable y, como toda patología, puede y debe ser corregida. Lo malo es que, en España, porque los síntomas son generales, se han tomado por normales -como si la epidemia significara salud- y lo normal por normativo, de modo que la disyuntiva se plantea entre disciplina férrea o conflicto autodestructor. La misma alternativa que bajo el franquismo se utilizaba para cerrar el paso a las pretensiones democráticas. Como en los años setenta se buscó una vía de centro entre inmovilismo y ruptura, la búsqueda del centro hoy día pasa por dar una respuesta positiva a este déficit de la democracia española. Para ser expresión del pluralismo político, formar y manifestar la voluntad popular e instrumentar la participación política (artículo 6 CE), los partidos deben ser verdaderamente democráticos, y ello exige que sean plurales y participativos, sin que pluralismo y participación equivalgan a un permanente y agudo conflicto interno que, a su vez, los inhabilita para formar y expresar las diferentes corrientes de opinión que hay en la sociedad. Hic Rhodus, hic salta. Éste es el desafío que, sin ambages, deberían afrontar los dirigentes que de verdad buscan el centro, y nada mejor para ello que las situaciones triunfales y la seguridad en la propia situación.

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