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Sol de invierno

LUIS GARCÍA MONTERO Cae sobre la plaza como la conversación tranquila de un convaleciente, como el recuerdo de un buen postre que surge de nuevo en el paladar después del último sorbo de café. El sol de invierno tiene siempre algo de pasado, la memoria de una sensación tachada por el frío. Cae sobre las tejas, se desliza por el cristal sonriente de las ventanas, pone la túnica amable de la transparencia y la comodidad en las paredes de las casas, llega hasta el suelo como una respiración pausada, imponiendo la armonía del cuerpo que se deja estar, ese ámbito vegetativo de la existencia que invade uno a uno los poros de la piel. El frío nos ha vigilado de una forma impertinente. Con su sombrero negro, con el cuello alzado del abrigo, encendiendo un cigarro detrás de otro para llenar la ciudad de humo, el frío montó guardia en la esquina de enfrente, nos vio salir del portal, nos persiguió en un itinerario hostil, implacable y minucioso, entre la calle y la cochera, entre la oficina y el restaurante, entre los charcos helados del día y los pasillos de la noche. El frío de verdad, la sílaba cortante del invierno, ha buscado nuestras orejas, el interior de las uñas y la fragilidad repentina de los pies, acompañándonos hasta la prisa de la nada, hasta las raíces del desamparo. Los pasos del frío suenan a leyenda de posguerra, a víbora que consigue penetrar en los huesos y construye su nido en las articulaciones. Más allá de la calefacción, por debajo del pijama y de los calcetines, el frío durmió y soñó con nosotros. Los termómetros bajan con la despiadada voluntad de un minero dogmático que busca el centro mismo de la inexistencia. En los pliegues del sentimiento, entre fibras de escarcha y sombras de hielo, hace un hueco interminable, elabora una vacuidad de aristas y de piedras. Sobre este vacío, cae el sol de invierno, se apodera de las galerías desiertas y le devuelve a la piel sus conexiones con el mundo, la corriente infinita de la vida. Los climas tienen golpes de efectos, cambios imprevistos en el argumento de la realidad, que zarandean el ánimo de los espectadores. Cuando las tormentas de verano rompen la ley seca del jardín, el cuerpo siente una llamada de la tierra, una orden nerviosa que nos acerca a la prisa secreta de los árboles, como si necesitáramos absorber la humedad, el líquido carnal del tiempo en los relojes. El olor más diestro de la vida se apodera de los músculos, los excita, les regala su agilidad. El sol de invierno ofrece una sensación contraria, una tranquilidad que disuelve la conciencia y reparte una luminosa intuición de la plenitud. Después de la ola de frío, el sol de invierno cae sobre la plaza. Los árboles, las fachadas, el lagarto que guía el camino tímido de los paseantes, la botella del mendigo, el agua de la fuente, las palomas, los toboganes, se limitan a estar, a dejarse vivir en los giros pacíficos de la tierra. La piel comprende una complicidad atávica, que la une al mundo, a la indolencia de los coches aparcados, de los vegetales, de las arquitecturas, de los silencios y de la piedad. El sol de invierno cae sobre la pareja que se besa largamente, sin prisa, sin final.

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