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Valente

Un poeta puede salvarnos la vida. Mi vida la han salvado Rilke, Paul Celan, Octavio Paz y José Ángel Valente. También algún poeta que no ha escrito sino los versos ágrafos que sus dedos escriben sobre mi piel ("Con las manos se forman las palabras, / con las manos y en su concavidad / se forman corporales las palabras / que no podíamos decir". J.A. Valente). Hace un par de semanas, en el Círculo de Bellas Artes, en una tarde de este enero inhóspito y difícil que fue, una tarde sombría en la que se hizo de noche demasiado pronto, una noche que se adelantaba al tiempo como sólo en invierno puede suceder, la palabra de José Ángel Valente llegó como la luz imprevista y su presencia tuvo el efecto imponente de un demiurgo. En la Sala Nueva del Círculo esperábamos al poeta en un leve rumor que se acalló de pronto cuando Valente entró y se dirigió al estrado con la lenta altivez de los sabios; se hizo el silencio, porque los que estábamos allí sabemos, nos los dijo el maestro hace años, que de un poema, de la auténtica poesía, ha de oírse, antes que su palabra, su silencio. Sabíamos, los que estábamos allí y sabemos que Valente es el gran poeta vivo de este siglo, que nuestro silencio sería el preámbulo al fulgor, a la salvación a través de la poesía.

Y así fue. Tras la figura escueta y poderosa del poeta, a través de los amplios ventanales de la sala, se apreciaba el ir y venir de las luces de los coches que serpenteaban y duraban un momento, que desaparecían y volvían como un bullicio que no nos incluía, como un movimiento que ya no nos tocaba. Bajo la rara y blanca iluminación de los neones de la sala, ajenos a ese fragor de la Gran Vía, fuimos recreados por el fulgor primordial de la poesía, guiados por la mano de luz de las palabras de Valente. Hubo un nuevo sentido del fluir y del tiempo y pareciera que aquel pudiera ser nuestro lugar en el mundo. La poesía, entendida por el poeta como una visión genesíaca, hacía de nuestros ojos un poema que a su vez leyera el universo.

"Cruzo un desierto y su secreta / desolación sin nombre" son los dos primeros versos publicados por Valente, en 1953. Muchos años después, en rigurosa coherencia con su pensamiento, el poeta ha fijado su residencia en las desérticas tierras de Almería ("El sur como una larga, / lenta demolición", escribe desde allí a finales de los ochenta). Lawrence de Arabia, fascinado por el desierto, afirmaba que los hombres invadidos por esa atracción no quieren nada, no necesitan nada. Sin embargo, la gran inmensidad desértica, esa secreta desolación sin nombre que vislumbraba el joven Valente, se ha convertido, a lo largo del trayecto por el que han transcurrido su vida y su obra, en la construcción del espacio del verbo, del espacio de unos ojos que acechan y revelan el "rigor oscuro de la luz", en la creación del espacio primigenio en el que el visionario mira la interminable mirada y la infinitud del eros. Y, al fin, Valente vino y nos dijo: "La palabra y el cuerpo del amor son a su vez una única materia". El mundo, su materia, son, al fin, amor y poesía. Por eso mi vida la salvan los poetas.

Porque en esta, según las palabras que nos brindó en el Círculo, "duplicidad terrible del existir, de estar al tiempo en la vida y en la muerte", cuando Valente se refirió a la muerte todos quisimos vivir para escucharle. Vi gente enjugarse las lágrimas en aquella hostil tarde de enero que pareciera cambiar el orden de los términos del verso de Rilke: "Lo bello no es más que el principio de lo terrible". Lo terrible, que esa tarde de invierno nos había puesto un nudo en la garganta, no fue más que el principio de una belleza que nos hizo llorar.

Así que este poeta Valente, este poeta valiente que, con la soberbia que otorga el talento, ha tenido el coraje de defenderla alta, la única poesía frente al encorsetamiento o el dogmatismo de muchos coetáneos, frente a los ridículos ataques que, con la soberbia que imprime la falta de talento, ha recibido de muchos jóvenes poetas de medio pelo, recibió el mejor de los premios, el mejor de los reconocimientos, el mejor de los homenajes, que sólo alguien capaz de "ver" como él recibiría con orgullo: el de salvar el mundo a través de los nombres que él le ha puesto.

Y, en fin, cuántas veces, volviendo a ese universo propicio de sus versos, uno renuncia de nuevo a la tentación de la muerte y recuerda: "No quiero más que estar sobre tu cuerpo / como lagarto al sol los días de tristeza".

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