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Ropavejería cultural

LUIS MANUEL RUIZ Si se lee la sugerencia que una semana atrás hacía Aurora Luque, reciente ganadora del premio de poesía de la crítica andaluza, de que la escritura femenina estaba más necesitada de una mascarilla frente al orbe masculino que siempre la ha desdeñado que de la presunta máscara que el hombre le atribuye con el fin de preservar su misterio, uno podrá comprobar hasta qué punto las mentes quedan encalladas y atrapadas en la burda lógica de los estereotipos y se dejan manejar, como autómatas, por esa absurda mecánica bipolar que opone varones a hembras, orientales a occidentales, churras a merinas, Sevilla a Betis. Y no lo digo por la pobre Aurora, que ya tuvo su ración particular de dicotomías (cogida en medio del fuego cruzado entre poetas-de-la-diferencia y poetas-de-la-experiencia que se destripaban en las trastiendas del jurado del premio), sino por la batería innoble de conceptos que nos salta a la cara cada vez que tenemos que airear asuntos de este tipo: Aurora y la ganadora del premio pasado, María Victoria Atencia, se ven obligadas a jurar y rejurar que no les interesa hacer "poesía femenina", si por esa etiqueta entendemos presentar el poema bajo el velo del enigma de la hembra, ese animal místico e impredecible que vuelve locos al hombre cada vez que maquina una decisión. Se trata de una superstición antigua, que cuenta con egregios antepasados. La sensibilidad femenina, han afirmado filósofos e intelectuales de toda laya, de Platón a Ortega y Gasset, es radicalmente distinta de la masculina, nace de fuentes opuestas y desemboca en mares separados: hombre y mujer son criaturas divergentes a las que la naturaleza, en forma de reproducción, obliga periódicamente a reunirse. Pero por lo demás, aunque duerman juntos y compartan el mismo techo, cada cual vivirá enclaustrado en su universo particular, tercamente sordo y mudo a las razones del otro, que el genotipo les impide compartir. Creo que las más recientes generaciones, en las que me incluyo, poseemos elementos de juicio suficientes para desmentir un tópico de esta perennidad. Por lo general, me espantan estos criterios innatistas que tratan de reducir al individuo a cromosomas y que lo supeditan a pigmentos, grupo sanguíneo o aquello que habite el triángulo en que se cruzan las dos piernas. Detrás de esa posición reside la afirmación velada de que uno es prisionero de su circunstancia, de ser hombre, español, moreno, zurdo, y de que todo ese conjunto de prosaicas coordinadas es lo que en suma va a determinar la posible genialidad del sujeto o su hundimiento en el fango. Creo que hemos alcanzado un punto lo justamente despejado como para poder afirmar que la masculinidad o la feminidad no son más que manida ropavejería cultural: pantalones y faldas usadas que podemos ponernos y quitarnos a conveniencia. El carácter está debajo; "el hombre [y la mujer] es el único que no sólo es tal como él se conoce, sino tal como él se quiere", dice el nunca suficientemente oído Jean-Paul Sartre.

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