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El vapor de El Puerto

J. M. CABALLERO BONALD Hay honores, por muy abstractos que sean, que nos conciernen de modo muy concreto. Tal es el caso, por ejemplo, de ese llamativo título de Bien de Interés Etnológico que le ha otorgado la Consejería de Cultura al muy eficiente y literario vapor de El Puerto. Me parece muy bien: es una forma justiciera de reconocer la relevancia de un provechoso medio de transporte y de un símbolo patrimonial de la bahía de Cádiz. Pero es que además, y por lo que a mí respecta, el vapor de El Puerto tuvo bastante que ver con mi educación sentimental. Y con mis primeras nociones de navegante por algún que otro quimérico mapa de la literatura. Este vapor de El Puerto, en sus diarias travesías de ida y vuelta a Cádiz, se convirtió efectivamente en una primorosa referencia de la vida cotidiana comarcal. Tengo entendido que el barco que ahora funciona es el tercero que, con el nombre de Adriano, atraviesa regularmente la bahía. Me imagino que el primer Adriano -allá por los años veinte- debió de ser un velero, una de esas reliquias de la navegación a vela que resistió hasta que no pudo más el acoso de la máquina, cuando los pescadores pensaban que las motonaves acabarían con la fauna marina. Más o menos por entonces, Alberti escribía, junto a este mismo litoral oceánico, Marinero en tierra. En mis años de mozo, nunca concebía el viaje de Jerez a Cádiz sino escalonado en dos etapas de obligado cumplimiento: había que ir primero en tren a El Puerto de Santa María y, una vez allí, embarcarse en el vapor hasta Cádiz. Parecía aconsejable calcular bien esa combinación, pero tampoco suponía ningún contratiempo, sino todo lo contrario, vagar a la deriva entre el caserío luminoso y la desembocadura del Guadalete, en espera de la próxima salida del vapor. En mi época de pasajero habitual, dejar pasar el tiempo no era perderlo. A lo mejor incluso podía tener algo de resistencia pasiva. En esas travesías de El Puerto a Cádiz o, al revés, de Cádiz a El Puerto, se simultaneaban varias lecciones, adecuadamente repartidas entre la antropología, la estética y la cultura general. Por supuesto que siempre era una experiencia gustosa, pero había días en que todo lo que ocurría a bordo tenía un carácter instructivo muy acusado, al menos para alguien que, como yo, andaba entonces sometido a esa formación acelerada consistente en no querer llegar a ningún sitio. O a ninguno de esos sitios que los pedagogos solían llamar porvenir. Arribar a Cádiz por mar es, desde luego, la mejor forma de acercarse a la ciudad. Usando un símil muy manoseado, viene a ser como bajar de un barco para subir a otro varado en una insigne encrucijada de la historia. Aparte de que nada más placentero que ir reconociendo mientras se navega el perfil bizantino de Cádiz, sus cúpulas y minaretes, el aire absolutamente clásico que circula por sus azoteas. Así que lo del interés etnológico está más que justificado. Pero hay otro interés nada honorífico al que también convendría atender: el del futuro de la embarcación. ¿Heredarán los jóvenes el empeño, la perseverancia de los viejos patrones? Lo más seguro es que quién sabe.

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