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Tribuna
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El congreso soy yo

Que no sea preciso esperar el final de un congreso para conocer su resultado -y que sea posible escribir sobre el resultado de un congreso dos semanas antes de su comienzo- es un nuevo récord de estos tiempos de estabilidad que nos ha tocado vivir en el fin de siglo. No se trata ya únicamente de que en el congreso de un partido que ostenta el poder se tome como impertinencia de mal gusto sentarse a la mesa para discutir de política, sino de que los camareros se han quedado sin esa salsa de todos los guisos políticos que es el debate sobre las personas. Sin hablar de política ni cuchichear de personas, a este congreso del PP sólo le queda la función simbólica de mostrar la perfecta sintonía en que el corazón del partido late al ritmo de la voluntad del jefe.Todo lo ocurrido en estas dos últimas semanas no tenía otra finalidad. Por supuesto, que no iban a producirse debates políticos se daba ya por descontado: en la peregrinación a la ermita del centro lo que importa no es cargarse de ideología, sino desideologizarse al máximo con un atracón de esas chuminadas que hacen furor en Madrid como en Londres. Cabía esperar, sin embargo, alguna negociación sobre las personas. Ni una cosa ni otra. Antes siquiera de que se empezara a hablar de relevos, el presidente ha sellado diligentemente todas las bocas. Al congreso no le quedaba más que aprobar la fraseología de las ponencias al uso centrista y recibir con una salva de aplausos al designado secretario general.

Pero sería un error pensar que, tan satisfecho de haberse conocido como gusta de aparecer en los últimos tiempos, el presidente del partido haya cometido un desliz al anunciar los cambios diez días antes de que el congreso abriera sus puertas: malas formas, falta de respeto a las instituciones, se ha dicho. Nada de eso, sino formas, símbolos y gestos diseñados para representar en público la culminación del proceso de identificación de la institución con el jefe. Pacientemente, sin prisas, pero sin pausas, Aznar ha descabalgado a las viejas guardias y se ha rodeado de una nueva generación dispuesta a montar el viento. La manera simbólica que tenía para mostrar al público que está terminada la fabricación de su personaje consistía en tomar personalmente, sin guardar las formas, decisiones que corresponden al congreso.

Al vincular tan estrechamente a su voluntad los cambios de personal dirigente, al hacerse público que el presidente del partido a nadie ha consultado su decisión, lo que dice a la gente en general y a su partido en particular es: el congreso soy yo. Esa identidad compensa con holgura la carencia de liderazgo, que es sobre todo capacidad de arrastre. Líder es quien ante situaciones embrolladas vislumbra una salida y logra, por esa cualidad inasible que desde Weber llamamos carisma, un seguimiento que en sociedades de masa como las nuestras no puede ser sino entusiasta. Aznar no ha trabajado tanto la imagen de un líder capaz de formular políticas destinadas a recibir un cálido apoyo de la ciudadanía, como la de un jefe capaz de ejercer el poder disponiendo sin trabas de las personas.

Por eso, cuando el congreso apague las luces no sabremos nada, por ejemplo, de lo que piensa el PP ante el creciente desafío asambleario del nacionalismo vasco, aunque mucho antes de que las encendiera lo sabíamos todo de las personas designadas para dirigir el partido. Aznar puede no tener ideas claras sobre los más acuciantes problemas políticos, pero tiene poder sobrado para imponer sus nombres al congreso: ése es el mensaje enviado a los compromisarios. ¿Y qué podrán hacer ellos en semejante tesitura sino aplaudir? No, no lo harán porque se apacientan en el pesebre popular: en este partido no hay pesebres. La unanimidad, ese discreto encanto pequeño burgués de aplaudir sonrientes al jefe, será como la celebración de aquella mística unión que el Rey Sol estableció con su Estado y que el presidente del PP culminará hoy mismo con su congreso.

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