Infierno en la torre

"Mire abuela, mire, mire". La venerable anciana alzó sus ojos velados hacia el cielo y fue subiendo la mirada, más y más; cuando consiguió la máxima elevación pegó un respingo. "Jesús", exclamó. Los gruesos lentes se le tiñeron de rojo mientras la mandíbula le descendía en una mueca de asombro. Dos atentos familiares habían bajado a la ancianita a la calle para que viera el espectáculo en todo su esplendor: el coloso en llamas, en vivo y en directo. Hasta le bajaron una butaca y todo y la taparon, atentos, con una manta. Instalada en el chaflán, la abuela formaba parte de un público numeroso y variopinto. Algunos habían salido del bar con su consumición en la mano y bebían infusiones incendiadas y licores ardientes. Era en general una multitud silenciosa e inmóvil, embriagada en la contemplación del fuego, sobrecogida por el poder y la salvaje, terrible belleza de las llamas. Lenguas rojas brotaban de las ventanas rotas como zarcillos vivos de un relieve azteca. Dentro todo se veía rojo y pulsátil como un horno. Aquello no era un fuego rutinario, no señor, aquello era un Hades de padre y muy señor mío. Subió un bombero por una escalera larga como una diabólica cucaña y el respeto por el cuerpo creció en la calle una barbaridad. Aquí y allá punteaba la masa un comentario gracioso o la frase ominosa de un cenizo. Era imposible separar los ojos del fuego que devoraba la torre consumiéndola como una cerilla. "Coño, igual que en la película", se extasió un espectador. Un ejecutivo permanecía con la mirada fija en el fuego mientras sostenía en alto el teléfono móvil. Un olor acre llenaba el aire. Se vio caer un bulto desde las ventanas incendiadas y seguidamente un golpe sordo en la acera. La noticia corrió de fila en fila: "Nada, nada, un mueble". La tarde parecía detenida, abismada en el suceso. Y entonces el fuego, ahíto, se rindió. La torre se quedó silenciosa y renegrida, ensimismada en el desastre. Y la gente abandonó, cabizbaja, sus localidades.
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