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De la experiencia y la vidaJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Una de las tristezas de la vida es tener que aceptar la desaparición de aquellas voces que te han acogido en el territorio de su palabra, que te han enseñado acerca del lugar propio de la verdad, la experiencia, y que te han hecho ver las cosas de manera distinta. Una de estas voces, que nos atrapó hasta el último minuto, se extinguió la pasada semana. Otros amigos han glosado la personalidad seductora y compleja de Mariano de la Cruz. No redundaré en lo que otros han hecho mejor de lo que podría hacerlo yo. Trataré, simplemente, de deslizarme a través de las huellas de su palabra que la muerte me ha hecho reconocer más vivas todavía, de dejarme envolver por la voz que ahora se ha callado. Y, en primer lugar, el sentido de la experiencia. Mariano de la Cruz me enseñó a desconfiar de los optimistas espontáneos (empezando por mí mismo), porque sólo desde la lucidez, que conduce inexorablemente al pesimismo, se pueden encontrar razones para asumir la vida sin quedar prisioneros de la cadena de las frustraciones y los desencantos. El optimismo vital (las ganas de intentar ser libre, que en definitiva es la más osada de las apuestas personales) es pura fantasía si no se construye sobre una voluntad decidida de no negar la realidad. Hay un optimismo falsamente hedonista, que trata de eludir todo lo que de siniestro y oscuro tiene la experiencia humana, que se estrella la primera vez que choca de frente con el desgarro de la experiencia real, la primera vez que fallan los mecanismos de censura y engaño. El compromiso con el engaño impide tanto la construcción de un estilo singular, que es finalmente lo que queda de la experiencia moral de cada uno, como la asunción plena de la experiencia, porque siempre hay un velo que se interpone en el momento en que la relación con el otro o con el mundo sube de intensidad. La intensidad es a menudo incompatible con la seguridad, con la llamada al orden. No se trata de hacer ninguna poética de la rebelión que no casaría con un personaje que asumió un papel social definido. Mariano de la Cruz sabía perfectamente cuando el retorno al orden es deseable antes que la fuerza disgregadora de lo real amenace la mínima integridad del individuo para sobrevivir. Y sabía también, sin hacerse falsas ilusiones, el cuándo, el por qué y el cómo de la experiencia. La imposibilidad de llegar al final, para quien no se entrega a los falsas amistades ideológicas que buscan atemperar sin advertirnos el impacto de la realidad, no es una frustración, sino una condición. Y en esta condición se movía siempre Mariano de la Cruz en el viaje cotidiano entre la dura realidad diurna y el rito de reconciliación nocturno, entre la consulta y el encuentro con las personas queridas. Si alguna tentación elusiva de la realidad le habitaba, las largas horas escuchando a sus pacientes en la consulta le hacían volver inmediatamente a la cruel precariedad de la especie. La tarea cotidiana de tratar de recomponer desajustes muchas veces trágicos, siempre dolorosos, entre la conciencia y el mundo le permitió entender lo delicados que son los equilibrios para sobrevivir, el abismo que se abre cuando el sentido no parece siquiera absurdo, sencillamente, imposible. En definitiva, el sentido es la idea que cada cual se ha construido -o ha recibido- para navegar por el mundo y se forma en un cruce de caminos que a veces el letal para el hombre, este lugar en que individuo y mundo se encuentran que llamamos experiencia. La sociedad del individuo incierto, para utilizar una expresión de Ehrenberg, tiende a buscar la normalidad en el amodorramiento y en la sustitución de la conciencia activa del sentido por una imagen ficticia de la realidad llamada espectáculo. Las dos cosas irritaban profundamente a Mariano de la Cruz. Sólo situaciones extremas pueden justificar que, momentáneamente, se descargue al individuo de la responsabilidad por el amodorramiento, ya sea químico o psíquico. Una sociedad de individuos a los que se les cambiara sistemáticamente el sufrimiento por la indiferencia sería una sociedad sin alma, un universo totalitario. Del mismo modo que la confusión entre realidad y ficción, basada en una aceleración de la experiencia que apenas deja tiempo para integrar lo que uno hace y en una idealización de la realidad por la vía de convertirlo todo en imágenes banalizadas, le parecía a Mariano de la Cruz un camino directo hacia un estado de esquizofrenia globalizado, como si se quisiera sustituir la conflictividad humana por la enfermedad mental generalizada. La experiencia como lugar de encuentro entre el pensamiento y la vida. Precisamente porque supo vivir plantando cara al engaño, Mariano de la Cruz pudo morir sin engañarse, encarando con toda dignidad el viaje a ninguna parte. Casi nada de lo que aprendimos de Mariano está escrito. A pesar de las crónicas taurinas y de algunos ensayos, él era un hombre de conversación y experiencia más que de escritura y sistema. De modo que su recuerdo será, fundamentalmente, lo que cada uno de los que le frecuentamos queramos. Muchas veces me he preguntado el porqué de la afición de Mariano de la Cruz a los toros. Sé que estas cosas tienen el encanto de irracional y de lo fortuito, y que tratar de racionalizarlas sólo puede estropearlas. El trasfondo de muerte que habita los toros era quizá para Mariano una confrontación permanente con la conciencia de los límites. Esta conciencia sobre la que construyó su estilo de personaje vitalista, a través de la seducción, una forma de perpetuarse cuando esto se acabara.

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