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Máscaras

LUIS DANIEL IZPIZUA Ayer coincidí comprando el periódico con mi amigo cicloturista. Él iba vestido de ídem, con largos calzones negros y una estrambótica y colorida camiseta. Sólo le faltaban una gorguera y un tricornio con cascabeles para parecerse al fool del rey Lear. Y le sobraban las zapatillas: a esos leotardos les van mejor unas botas de gnomo, pues las zapatillas y las canillas al aire le dan al conjunto un cierto aire de batracio. Pero él se debe de ver bien así, y seguro que le sorprendía que con unos pequeños retoques lo reenviara a unos siglos atrás y lo pusiera a retozar en el bosque de Arden. Seguro que también allí se sorprendían de ver a un bufón en zapatillas buscando una bici. Pero nuestra época es así. Está tan orgullosa de sí misma y de haber superado a los siglos pasados por un lado, y tan insatisfecha por otro, que ha terminado perdiendo el sentido de la historia. Ésta se le ha convertido en un baúl repleto de desechos reciclables. Y esto en el mejor de los casos, pues en el peor lo transforma en un pasadizo lleno de misterios, en el que las cosas ocurrían no a causa de ciertas voluntades, sino de correspondencias magnéticas que hoy hemos perdido el poder de conjurar. Entonces todo parecía ser más divertido, a pesar de que se morían mucho antes. Comparen, si no, las maravillas de la civilización preindoeuropea, en la que los vascos alcanzamos nuestra edad de oro, con este aburrimiento repleto de hamburguesas. Acaso se alimentaran de bellotas, como en la edad de oro de don Quijote, pero al margen de esta conjetura se sabe tan nada de esa época, que se pueden volcar en ella todas nuestras fantasías. La historia es el rincón del deseo. No estaría mal, si no fuera porque, a medida que nos la cuentan, no revelara que nuestros deseos son bastante deplorables. Nuestra época comienza a intuir que la inmortalidad -a la que confunde con la eternidad- está al alcance de sus dedos. Seguramente es falso, pero esa intuición se ha asentado en nuestro imaginario y comenzamos a vivir como si fuera cierta, a pesar de que nos sigan doliendo los juanetes. Entre la clonación, la regeneración de nuestros propios órganos y el aire de la luna en vacaciones, por fin seremos eternos. Al fin y al cabo, la luna era para los antiguos el lugar donde residían las ánimas -las de los muertos- ; y allí volveremos las ánimas -las de los vivos-, sólo que para regresar a nuestra tierrita una vez finalizado el estío. Lo haremos vestidos de astronautas, auténtico y original uniforme de la modernidad, a menos que alguien nos descubra que ese era el traje de los hiperbóreos en tiempos de los siete sabios de Grecia. Naturalmente, uno no sabe cómo podría ser la verdadera eternidad, la de los santos. Sí, ahí está esa maravillosa rosa de luz de Dante, culminación a lo divino de toda una tradición cortés, y uno puede imaginar con dificultad en qué puede consistir ese ser en la visión extática para siempre. Pero en la eternidad terráquea que se nos anuncia, la visión tiene escaso futuro -¿visión de qué?- y seguiremos consumiendo tiempo. Necesitaremos, por lo tanto, atribuirnos historias y vivirlas, urgencia de la que no puede desprenderse el hombre mientras continúe expuesto a las jaquecas. Pero el inconveniente de la eternidad -aunque sea de pega- es que es ahistórica, ya que no la gobierna la necesidad. Podremos inventar, como ahora, miles de aparatos, pero serán más o menos gratuitos. No necesitaremos nada, salvo unos cuantos depósitos de reciclaje y, en no necesitando nada, qué más da todo. Todo sólo podrá surgir entonces como efecto de la invención más arbitraria. Y echémonos a temblar, pues una vez asentados en el no futuro construiremos el tiempo hacia atrás. Nos inventaremos el pasado, incapaces de comprender que la edad de oro era esto. Así, creyéndonos pastorcitos y pastorcitas versallescos, fenicios de Cartago contemporáneos de Salammbô o comedores de bellotas preindoeuropeos, haremos de la eternidad un escenario de máscaras. Ya lo estamos haciendo. Lo que pregunto es si mi amigo cicloturista seguirá optando entonces por el bosque de Arden, o si, abandonado ya por innecesario el pedaleo terapéutico, no optará por convertirse en Indíbil, o en Mandonio. O en los dos. Cualidades no le faltan.

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