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Sobre líderes y seguidores

Mientras Clinton ordenaba bombardear Irak y la Cámara de Representantes votaba su impeachment, Norman Birnbaum se preguntaba en estas páginas si Estados Unidos es superpotencia o manicomio. La respuesta podría ser: ambas cosas. En todo caso, en unos días que ya son la historia, Estados Unidos ha aparecido ante el mundo como un país marcado por la discordia interior y por la agresividad exterior, que no tiene muy claro lo qué pretende. No creo que tras semejante exhibición la autoridad de Estados Unidos se haya fortalecido y a quienes somos sus aliados nos ha planteado un tema delicado: ¿qué puede hacer un aliado pequeño cuando no comparte lo que hace el gran aliado? La respuesta que me inclino a dar es que lo mejor que puede hacer el aliado pequeño es exteriorizar razonadamente un punto de vista crítico respecto a aquellos aspectos de la política exterior de Estados Unidos que no hace suyos.La primera razón que aconseja actuar como he dicho es que Washington se equivoca muy frecuentemente en política exterior. Los ejemplos pasados abundan, recordemos Vietnam, y hay algunos ejemplos persistentes que persisten, como Cuba. El alcance de estos errores suele relativizarse haciendo notar que no deben ser tan graves cuando, pese a ellos, Estados Unidos mantiene su preeminencia en la vida internacional. Ésta es, sin embargo, una apreciación equivocada. Que sus errores no acarreen a Estados Unidos graves consecuencias no es debido a la levedad de los mismos, sino a la amplitud del margen de maniobra con que cuenta gracias a su gran potencial. Errores iguales o menores que los que comete Estados Unidos pueden resultar gravemente lesivos para países que no disponen de sus recursos.

La segunda razón es que Estados Unidos va a continuar equivocándose con frecuencia. He aquí por qué creo tal cosa. Por un lado, y por primera vez en mucho tiempo, el contexto internacional no presenta amenazas claras para Estados Unidos. Esto, que es algo positivo, conlleva el precio de privar al país de un factor de aglutinación del que necesita mucho para introducir coherencia en el complejo mecanismo con que elabora y aplica su política exterior; un mecanismo que incluye desde el presidente a la opinión pública, pasado por el Congreso y por decenas de departamentos, agencias y grupos de presión (en los que, por cierto, cada vez pesa menos el Departamento de Estado).

Por otro lado, ocurre que Estados Unidos está haciendo frente a la innovación tecnológica y a la globalización de la economía con una fórmula que consiste en sacrificar cohesión social para ganar competitividad económica. Esa vía está permitiendo a la economía estadounidense crecer sostenidamente, pero también está acarreando al país un alto deterioro de su sociedad. Tal quiebra de la cohesión social tiene, entre otros, el efecto de generar proteccionismo, de retraer a los ciudadanos de los asuntos internacionales y de hacerlos reacios a que se les dediquen recursos económicos y humanos, tanto más cuando, como he dicho, la gran mayoría de los estadounidenses no perciben ninguna amenaza externa.

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Todo lo anterior deja el campo de la política exterior de Estados Unidos desprovisto de referencias nacionales integradoras y abierto a iniciativas de alcance parcial promovidas por grupos de interés, sean comerciales, étnicos o de otro tipo. Continúa habiendo, por supuesto, quienes piensan en términos globales, pero se trata de élites interesadas profesionalmente en la acción exterior que no poseen un respaldo popular propio y caen a menudo en la tentación de potenciar sus propuestas inventándose amenazas tan terribles como ficticias. Al final, las propuestas de unos y otros grupos terminan haciendo a la política exterior de Washington rehén de los conflictos domésticos y de la agitación de los medios y privándole de coherencia y de previsibilidad.

Visto esto, se comprende que practicar una política exterior seguidista de la de Estados Unidos conlleva el riesgo de verse arrastrado a cometer errores, y repito, errores cuyo coste puede ser asumible por el líder, pero resultar demasiado caro para el seguidor. Además, tampoco es probable que el seguidismo encuentre una retribución estable por parte del líder, ya que será seguidismo de políticas que son sostenidas por un grupo de interés, pero que pueden ser ignoradas e incluso combatidas por otros grupos, ya que son políticas que no cuentan con un auténtico respaldo nacional.

A la luz de estas razones, y dentro de un discreto pragmatismo, puede entenderse que si, por ejemplo, España mantiene en las relaciones con su aliado estadounidense una actitud de crítica amistosa allí donde entienda que su gran aliado está metiendo la pata, puede ahorrarse costes y hasta terminar obteniendo algún reconocimiento, mientras que si adopta una actitud seguidista corre el riesgo de que le pase lo contrario.

Una política como la apuntada no sería nueva para España. En los años ochenta se pueden encontrar antecedentes. Dos casos interesantes fueron Centroamérica (esencialmente, la actitud ante Nicaragua) y Oriente Próximo (en concreto, el tratamiento de la OLP). Otro ejemplo destacado se produjo con la decisión española de retirar un ala de aviones F-16 de la USAF de Torrejón. En todos estos temas, España mantuvo posiciones claramente diferenciadas y a veces fuertemente contrastadas con las de Estados Unidos. Supo hacerlo sin que tal cosa dañara la condición básica de ser y permanecer aliados y, a medio plazo, en todos y cada uno de los asuntos citados, pudo apreciarse que la posición española se ajustaba mejor al curso ulterior de los acontecimnientos que la que Estados Unidos venía manteniendo.

Pese al escepticismo estadounidense, en Nicaragua terminó habiendo elecciones democráticas y con resultados que Washington deseaba, pero que ni remotamente esperaba. Tras la guerra del Golfo, la idea, sostenida por España y pocos más, de que convenía reconocer y negociar con la OLP se convirtió en lugar común y fuimos invitados a albergar la Conferencia de Madrid. La salida de los F-16 de Torrejón no desequilibró ningún frente militar y, como España sostenía, permitió despejar la hipoteca que pesaba sobre el pasado de las relaciones hispano-estadounidenses, haciendo posible que durante la guerra del Golfo Madrid ofreciera a Washington un respaldo político y militar que nunca le había concedido hasta entonces. Al final, tras algunos momentos incómodos, se puede decir que en los noventa las relaciones entre España y Estados Unidos se hicieron más claras y sanas que nunca.

Una política de "cooperación, sí; seguidismo, no, gracias", encajaría bien en una auténtica PESC de la Unión Europea, cuya perspectiva no puede ser otra que extender al campo de la política internacional el grado de criterio propio que ya ejerce en lo que a economía internacional se refiere. La UE jugará entonces un papel internacional complementario del de Estados Unidos y contrastado con él (el grado de contraste y de complementariedad variará según los temas y las circunstancias). La experiencia de las relaciones UE-EE UU en temas PESC ha mostrado que existen acuerdos, pero también desacuerdos, y que, en los casos de desacuerdo, la UE sólo ha conseguido que EE UU modifique sus posiciones cuando ha dejado claro sin lugar a dudas que estaba dispuesta a hacer valer las suyas. Caso de las leyes Helms-Burton y D'Amato.

Si la UE no desarrolla una PESC basada en la complementariedad y el contrataste con Estados Unidos, su política exterior común quedará relegada a temas menores y en las grandes cuestiones aparecerá como mero apéndice de Estados Unidos. Tony Blair parece sentirse contento en este papel, mostrando que, al menos en política exterior, la tercera vía lleva a Washington. Pero la UE entera no cabe en Washington y pretenderlo no dejaría de generar graves tensiones su seno.

Carlos Alonso Zaldívar es diplomático.

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