Supermariano
DÍAS EXTRAÑOSCuando el doctor Obiols, prestigioso psiquiatra barcelonés, pasó a mejor vida después de un patatús que le dio en casa de Salvador Dalí (¡a eso le llamo yo morir con estilo!), dejó en herencia a sus hijos, entre otras posesiones de menor interés, a su colega y amigo Mariano de la Cruz. Ésa es la impresión que tuve, hace un montón de años, cuando le conocí y le cogí un afecto inmediato, que es lo que solía pasarle a todo el mundo cuando se cruzaba con el gran Mariano: nunca he encontrado a nadie que me hablara mal de él. Debió de ser en el transcurso de una de esas cenas que montaba mi amigo Jordi Obiols y de las que se encargaba otro personaje fundamental de la herencia humana de su padre: la cocinera de la familia. Esta buena señora inició sus contactos con los Obiols como paciente del patriarca, pero éste, que sin duda era un hombre de recursos, enseguida se dio cuenta de que las habilidades culinarias de la interfecta superaban a las del mítico Anatole de las novelas de P.G. Wodehouse, así que la puso a su servicio intercambiando guisotes por salud mental gratuita. Cuando yo empecé a tratar al joven Obiols, la cocinera de la familia cada vez se hacía más la remolona a la hora de lucir sus virtudes, así que cuando la convencían para que lo hiciera la cosa adquiría caracteres de acontecimiento. Y en uno de esos eventos, supongo, debí de conocer a don Mariano de la Cruz. Al principio, lo reconozco, me quedé algo cortado, pues no entendía muy bien qué hacía un hombre de aspecto provecto en una reunión en la que todo el mundo tenía la edad de sus dos hijas. Pero en seguida me di cuenta de que, en realidad, Mariano era más joven que todos los presentes. Puro tras puro, gin-tonic tras gin-tonic, frase tras frase (le encantaba conversar, y nunca decía ninguna tontería), Mariano nos iba tumbando a todos. Cuando uno se arrastraba hacia la puerta del apartamento de Jordi en un estado deplorable, Mariano, que aguantaba lo que le echaran y jamás perdía los papeles, seguía disertando sobre alguno de los temas en los que volcaba su insaciable curiosidad: el cine, el teatro, la literatura, los toros... A medida que pasan los años, el ser humano suele ir perdiendo su curiosidad por lo que le rodea, hasta que se convierte en una maceta con rebequita que se duerme ante el televisor. Pero ese destino no se había escrito para Mariano. El hombre, después de atender eficazmente a sus pacientes, daba la impresión de echarse a la calle en busca de estímulos. Las cenas entre amigos le encantaban, pero tampoco le hacía ascos a una aparición en televisión, a una buena tertulia radiofónica o a una corrida de toros de esas que, según nuestro querido Gobierno autónomo y nuestra no menos querida Pilar Rahola, tampoco tienen que ver con nuestro carácter nacional. Mariano siempre iba solo a los sitios. Nunca conocí a su mujer ni a sus hijas. Era como esos tíos solteros de los que hablaba Josep Pla, que siempre aportan a una reunión la diversión y la sorpresa de la que suelen estar exentos los matrimonios convencionales. Como si la naturaleza hubiera querido potenciar su carácter expansivo, Mariano apenas necesitaba dormir. Una vez nos había tumbado a todos, y porque no le quedaba más remedio, se retiraba a eso de las cinco de la mañana con el puro en la comisura de los labios y se resignaba a dejar descansar a su cuerpo unas horitas. Con cuatro o cinco tenía suficiente. A las once de la mañana recibía a su primer paciente y se ponía de nuevo en marcha su maquinaria. A pesar de su amor al tabaco y al alcohol (¡a jorobarse, moralistas!), el cáncer que se ha llevado por delante a Supermariano no es achacable a sus educadísimos excesos. Me cuentan, incluso, que su deceso ha sido bastante apacible, asumido por el interesado con una gran dignidad y elegancia. Y estoy seguro de que lo que más le ha molestado a Mariano de abandonar este mundo ha sido el hecho de que, por primera vez en su vida, no ha sido el último en irse de la fiesta.
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