Cambio de Gobierno
Una parte de la sabiduría de un político profesional consiste en la forma de gestionar las crisis de Gobierno. De los resultados de las que se plantean de manera inevitable depende en gran medida la duración de un presidente, el contenido y la valía de su gestión e incluso la fama posterior del personaje. La Historia y la política reciente proporcionan algunos ejemplos -y también contramodelos- de cómo enfrentarse con un cambio gubernamental. Romanones dejó testimonio en sus memorias de cómo la autosatisfacción es mala consejera: en el último Gobierno constitucional monárquico los liberales se repartieron las carteras como los chicos la merienda a la puerta del colegio, pero no tardó en producirse un golpe de Estado. Niceto Alcalá Zamora inventó la crisis barroca de la que se sabe cómo empieza, pero no dónde ni cuándo concluye. Los diarios de Azaña testimonian su hartazgo de aquellos ministros de los que sabía su incompetencia y capacidad para engendrar adversarios, como Marcelino Domingo, y las desastrosas consecuencias que para él tuvo mantenerlos a ultranza. Franco, como Mussolini, denominó "relevo" a los cambios de Gobierno para dar la impresión de que nada cambiaba -y, en muchos sentidos, era así- y utilizó siempre personas interpuestas para gestionar crisis gubernamentales. Suárez, desde 1979, se entregó a una vorágine de crisis que, lejos de alejar la incertidumbre, eran testimonio de que estaba dominado por ella. Y González, que luego titubeó con Guerra, había testimoniado hasta dónde puede llegar la cruel cirugía a la hora de librarse de un colaborador: como cuenta Morán, se limitó a comunicarle que, "si podía", le sustituiría en poco tiempo. Nadie puede decir de momento en qué quedará el posible cambio gubernamental, pero llama la atención que esta crisis parece regularmente gestionada y, sin embargo, su razón de ser y sus objetivos presumibles podrían resultar obvios. Por el momento, hemos tenido exceso de autosatisfacción -algún malpensado recordará la "mirada tontiastuta de gato castrado y satisfecho" que se atribuyó al anterior presidente-, incertidumbre en los resultados finales y poca sorpresa, cuando el cambio de portavoz se produjo de forma tan fulgurante y exitosa. La tentación de Aznar puede ser, en el momento actual, el "minimismo". Un presidente del Gobierno puede pensar de sus ministros que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer y del partido que lidera que siempre estuvo en la línea correcta, aunque sepa que el ejercicio del poder enseña y, por tanto, impone cambios de rumbo, a veces espectaculares. Ahora mismo Aznar puede autoconvencerse de la posibilidad de construir un centro sin centristas y con vagorosas elucubraciones sobre prospectiva futurista e incluso llegar a disfrutar de casi tan buena opinión de algunos de sus ministros como aquélla que tiene de sí mismo. Pero, guiado por ese egocentrismo obsesivo que inspira a cualquier buen profesional de la política, debiera pensar más en el medio plazo y en sí mismo. Ahora tiene en sus manos el poder absoluto para dirigir a su partido y las encuestas le van bien porque las circunstancias le han colocado a una distancia suficiente de sus adversarios. Lo primero es mérito suyo, pero no tiene por qué durar siempre, y a lo segundo habría llegado mucho antes de no haberse empeñado en seguir aquel rumbo desnortado que evoca la persona de Rodríguez. En este momento tiene el presidente del Gobierno una ocasión de oro para, al menos, escenificar un centrismo que en muchos terrenos no ha pasado de la fase declarativa. Está claro qué le ha proporcionado quien representa la otra opción: conflictos gratuitos y lastre en las encuestas de opinión. Mas todavía lo es que si en el Gobierno actual ha habido varias gratas sorpresas también se ha podido corroborar con ejemplos concretos que la derecha política española está, a menudo, muy por debajo de la derecha social. Si en vez de drogarse con la autosatisfacción, Aznar, en estos momentos, optara por actuar con decisión, saldría ganando sin tan siquiera correr ningún riesgo. Y, de paso, algo parecido nos sucedería a los demás españoles.
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