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Caridad a granel

Uno cierra los ojos, mira hacia atrás y descubre que si hay algo por lo que haya pasado el tiempo con especial violencia es por encima de la palabra utopía, tal vez porque la realidad es poderosa e infranqueable, tiene de su lado las evidencias, los datos, las estadísticas; es capaz hasta de cambiar el sentido de las palabras: si, hoy en día, alguien nos llama idealistas, ¿nos lo tomaremos como una alabanza o como un insulto? Me parece que hacia 1977 o 78 idealista era el que creía en la posibilidad de un mundo mejor, más equitativo o menos cruel, y ahora es el que está fuera de onda, el irresponsable o el demagogo; que si entonces aquello era una forma de creer en el futuro, ahora es igual que pretender tocar el violín con un sacacorchos.Recuerdo que, por aquella época, el discurso con que los utópicos querían aleccionarnos a los más jóvenes estaba lleno de doctrinas o citas y que una de ellas se usaba con frecuencia para hablar del Tercer Mundo o, simplemente, al cruzarte con un pobre por la calle: lo importante no es darles limosna -te decían-, sino enseñarles a cultivar arroz.

Todo eso ha desaparecido, hasta tal punto de que la caridad, como tantas otras cosas, también se ha transformado en un asunto publicitario: las ayudas a los países devastados por un huracán se recolectan en programas de televisión donde los famosos subastan sus pertenencias; algunos políticos pasean por las zonas catastróficas haciéndose fotos junto a los damnificados; los medios de comunicación exhiben listas de empresas solidarias, suman los millones que se recaudan, comparan lo que van aportando unas ciudades con respecto a otras.

El último gran invento es el de los porcentajes: usted compra un teléfono móvil de determinada marca y una parte del dinero que se gaste irá a parar a Unicef; compra un paquete de tabaco y unas cuantas monedas se destinan a socorrer a las víctimas de un desastre natural; usa la tarjeta de crédito de cierta entidad bancaria y los desgraciados de Ruanda, Kosovo o Nicaragua reciben su pequeña parte del botín cada vez que pague en un comercio o un restaurante, adquiera una televisión o un aparato de aire acondicionado.

La táctica puede ser considerada buena o mala, un emocionante acto humanitario o un truco propagandístico obsceno. Y, en cualquier caso, proporciona algunas preguntas: ¿Es posible unir el dolor con el entretenimiento? ¿El placer y las comodidades pueden ser un modo de paliar la miseria? Si lo son, ¿uno se hará más puro o generoso en la medida en que consuma una cena más exótica, se hospede en un hotel de más estrellas o vista ropa más selecta? ¿Qué persiguen esta clase de ideas: mejorar la vida de los que sufren escasez y desdichas o la conciencia de los privilegiados?

Quizá no sea sano que la piedad se vuelva un negocio o un espectáculo. Quizás alardear de nuestra compasión no sea más que una manera de ponernos en un sitio que no nos corresponde, de robarles el protagonismo a los desheredados para colocarnos mucho más al centro de la diana de lo que sería justo. Conviene no engañarse: el dolor se puede padecer, pero no se puede compartir; es imposible, incluso, imaginárselo.

Puede que lo que aún nos falte aprender sea que nuestros donativos no deben valer para aliviarnos a nosotros, sino a ellos: a los que están en otro continente y a los que están aquí mismo, en las calles de esta ciudad, pasando la noche metidos en una caja de cartón, a una temperatura de cuatro grados bajo cero. ¿Alguien se acuerda seriamente de ellos?

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Los anuncios no se ponen para solucionar problemas, sino para vender algo. Pueden hacer que se reúna una cantidad de dinero, pero ése no es el tema: lo que tenemos no son desgracias aisladas, sino un mundo injusto. ¿Resultaría lamentablemente demagógico sugerirle al Ayuntamiento que una parte del dinero utilizado, por ejemplo, para construir estatuas absurdas se destinase a atender a quienes lo necesitan?

Y en cuanto a nosotros, no olvidemos que, a grandes rasgos, el mundo tiene dos clases de personas: unas cambian de coche cada siete años y otras se mueren de hambre todos los días. No hay más que eso.

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