El engendro de la Almudena
Hacía mucho que no me sentía tan avergonzada y tan indignada. Y es que no es para menos, porque el pasado noviembre acudí a un concierto conmemorativo de la festividad madrileña de Nuestra Señora de la Almudena, en la catedral que lleva el mismo nombre. Es absolutamente impensable que pueda concebirse engendro más horroroso en la propia capital de España.El primer componente de este universo de psicodelia es la techumbre, fosforita, que parece una versión caleidoscópica de un escudo de guerra indígena hawaiano. El pastiche arquitectónico, evocador de épocas más boyantes para el arte, carece de solera, pero es que tampoco alberga la propuesta de trasgresión o novedad, por lo que se encuentra solo en medio de un vacío insalvable de desarraigo y confusión. Las paredes, muy blancas, muy nuevas, demasiado, aparecen salteadas de ventanas envidriadas con cristales de figuras geométricas dispares en colores pastel.
Las naves laterales, en todo el edificio, presentan un batiburrillo de piezas que podríamos situar desde un supuesto arte bizantino hasta un pretendido arte barroco. Algunos ejemplos de esto son el icono bizantino protegido con una vitrina, embutido en una pared y asfixiado por dibujos al fresco, que, sin ánimo de ofender, tienen calidad de falsificación; las esculturas de tamaño natural, que representan vírgenes barrocas y más bien parecen figuritas de Lladró; el pegote amorfo de tosca madera, a modo de alto relieve, colgado aleatoriamente, como quien no quiere la cosa, dedicado al padre Poveda (pobrecito, si lo viera); el mosaico, que más bien es una imitación de lo que sería el alicatado de una piscina colorida, con la imagen de la Virgen... La lista es interminable y desoladora.
Para acabar con esta pesadilla, el culmen de este compló contra la humanidad, o al menos contra aquella parte de ella que mantiene un mínimo concepto de lo estético, o por lo menos, un respeto hacia la dignidad y la integridad del apabullante patrimonio artístico de este país: el ábside. Imagínense: unos tapices que desgraciadamente serán del sigloXV, colgados del mismo modo que un trapo en un patio de luces; encima, unas vidrieras cubistas de colores intensos, presididas por un círculo, una especie de aproximación a lo que sería un rosetón gótico, de imágenes indefinidas.
Yo les emplazo a que visiten este monstruo, situado a la sombra del Palacio Real (hay que tener valor), y que extraigan sus propias conclusiones.
Al salir, háganse la siguiente pregunta: ¿no será que el Príncipe se resiste a contraer matrimonio no porque no encuentre a la mujer adecuada, sino porque teme verse obligado a casarse en semejante bodrio? Tal vez.-
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