Abogados
No creo que haya profesión más atractiva que la del profesional del Derecho. Ahí es nada. El mero vocablo rebosa dignidad y respeto: lo recto, igual, seguido, justo, fundado, razonable, legítimo, algunas de las atribuciones que le otorga el diccionario de la lengua española.Un servidor ingresó en la Universidad a través de esa vocación y las asignaturas de su primer año: Derecho Romano, Historia del Derecho y Economía Política.
El penoso incidente de una guerra civil y un matrimonio prematuro -los percances nunca vienen solos- impidieron llegar a la licenciatura, derivando, más tarde, hacia las disciplinas de Filosofía y Letras.
Aquélla era la carrera por antonomasia, tenía "muchas salidas", que es una forma de perplejidad ante la existencia. Me trae los remotos recuerdos de la Universidad Central, en el venerable recinto de la calle Ancha de San Bernardo y las académicas carreras delante de los guardias a caballo, que era la forma de hacer deporte en los años treinta.
A veces he pensado que el traslado a la Ciudad Universitaria respondía más a las plegarias de los guindillas ante la cotidiana perspectiva de trotar hacia la glorieta, cuesta arriba, que a modernistas consideraciones educativas.
Con aquel título podía uno acceder a la Administración del Estado, la diplomacia, el despacho notarial, los registros, el Cuerpo Pericial de Aduanas, la magistratura, el escaño parlamentario e incluso la suprema gloria de llegar a un bufete, desde donde defender al inocente y perseguir la injusticia.
Supongo que fueron sueños adolescentes y los de tantos jóvenes de generaciones sucesivas. Al parecer, hoy, éstas y otras facultades rebosan alumnos, casi más que reclutas de leva, y de ambos sexos.
Si las mujeres no encontraron el franco acceso a la Universidad hasta hace relativamente poco, en nuestros días es dificilísimo llegar a un tribunal -en el Supremo y el Constitucional los varones se defienden como gatos panza arriba- y encontrar dependencia sin una jueza, asistida, a su vez, de secretaria, oficialas e incluso alguacilas.
Los abogados suelen tener mala prensa, aunque quizá sean los que con mayor condescendencia encajen las críticas vertidas hacia su profesión. Pero ha habido algunos intachables, según dicen. Me impresionó una anécdota leída en un curioso y aleccionador libro de citas.
¿Qué habría sido de nosotros sin los libros de citas y las casas de citas? Se refiere a un individuo extraordinario, casi único, don Nicolás Salmerón, que fue durante dos meses presidente antes de exiliarse en París, en el último tercio del siglo XIX, donde ejerció la abogacía. Andaba por allí, desterrada de sus partidarios y familiares, doña Isabel II, enredada en las disputas entre los herederos de doña Cristina de Borbón.
El pleito era peliagudo y alguien opinó que sólo aquel letrado era capaz de solucionarlo: "Falta que Salmerón quiera encargarse del asunto", dijo la promiscua soberana. Advirtió sinceramente: "Señora, soy republicano y no seré, pues, consejero de una reina, sino que tendría una clienta española".
Resolvió la encomienda y, al término feliz del litigio, la reina le envió un retrato suyo, con marco de oro y piedras finas. Salmerón devolvió el marco y se quedó con el retrato, como suena. Tíos así, la verdad, quedan muy pocos.
Yo no tengo nada contra los abogados: se llevaron buena parte de lo que poseía y sigo lamentando no haberme licenciado en tan fascinante oficio. Si me entero con tiempo, suelo ir a la Audiencia, o al otro, para escuchar los informes forenses de algún profesional destacado.
Son escasas las ocasiones en que los miembros del tribunal prestan atención a los alegatos y me maravilla el tesón y el esfuerzo del defensor para convencer a los hieráticos -cuando no adormilados- jueces de algo que, en la mayoría de las ocasiones, tienen decidido, por los resúmenes de los respectivos sumarios. El abogado de oficio o amigo intentará convencerte de que no tienes razón y de que tu caso está perdido. Los otros desplegarán un horizonte de posibilidades para que el pleito dure hasta que el propio cliente olvide cómo y por qué se metió en aquellos berenjenales.
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