La globalización de la democracia
La descripción más usual del envolvente fenómeno de la globalización es la de su dimensión económica y comercial. Sin embargo, con ser ésta su manifestación más aparente, no alcanza a explicar las raíces más profundas de los vertiginosos cambios que estamos viviendo.El mayor factor de globalización está siendo, sin duda, la universalización de la democracia como sistema político deseado por la mayoría de la humanidad, con la afirmación de los derechos humanos como valores esenciales frente a la primacía de la razón de Estado. El problema reside en convertir esta aspiración en norma legal universal.
La coincidencia entre el 50º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos con el 350º aniversario del Tratado de Westfalia expresa de modo insuperable esta contradicción. Dicho tratado significó el surgimiento de los Estados-nación como suprema razón, además del fin de la presencia imperial española en Europa. Tres siglos después, en 1898, naufragaban los restos del imperio en Cuba y Filipinas, concluyendo una aventura histórica en la que, junto al primer debate público sobre los derechos humanos (aún de triste actualidad) iniciado por un obispo de Chiapas, fray Bartolomé de las Casas, se unía el mantenimiento de la esclavitud hasta finales del XIX.
Las guerras civiles europeas de este siglo fueron la trágica demostración del poder perverso de los nacionalismos basado en el poder más la desunión. El principio de adhesión absoluta a un Estado hegemónico identificado como un pueblo, un destino y una cultura excluyente de las demás fue un factor de repetida y creciente destrucción.
En su concepción más extrema, la de las dictaduras que asolaron el continente en este siglo, las personas eran números en el mejor de los casos o carne de cañón en el peor. Los vecinos, enemigos seculares a los que había que sojuzgar o eliminar. De ahí su actitud agresiva frente a toda afirmación de los derechos fundamentales de la persona, criticados -lo recordarán muchos de mis coetáneos- como ideología decadente cuando no símbolo de desviación sexual. Frente a tales actitudes, las reservas culturales que se alegan apelando a las culturas islámicas asiáticas son argumentaciones refinadas, aunque, como ha dicho con razón Kofi Annan: "No es necesario explicar lo que significan los derechos humanos a una madre asiática o un padre africano cuyo hijo o hija ha sido torturado o asesinado. Desgraciadamente, lo saben mucho mejor que nosotros". Los coreanos lo han comprendido sin ayuda exterior al procesar y condenar a un ex presidente militar golpista.
La siguiente línea defensiva fue, y aún es, el considerar que la democracia y el respeto de los derechos humanos eran privilegios del Occidente capitalista desarrollado. En España, esa filosofía tuvo como expresión en los sesenta la barrera de los 1.000 dólares per cápita de López Rodó como umbral democrático sistemáticamente propuesto por las devaluaciones y los estados de excepción. Amartya Sen ha desmentido muchos tabúes cuando ha mostrado que los sistemas democráticos son más eficaces para evitar las hambrunas también en países pobres.
Con esa filosofía ha roto la globalización. En sí, el fenómeno no es nuevo. Como bien dice Michel Serres, la filosofía griega es el primer caso de globalización y todas las grandes doctrinas y religiones tienen vocación universal (salvo el judaísmo, unido al derecho de sangre). Tampoco es nueva la globalización económica; no les falta razón a los que alegan que el porcentaje de comercio mundial era similar a principios de siglo en relación al actual. La diferencia básica radica en que aquél era aún un mundo eurocéntrico; hoy han desaparecido las dependencias coloniales y se van rompiendo los mercados cautivos. Además del desarrollo de las fuerzas productivas, las técnicas de comunicación nos han colocado en la aldea global, de Mac Luhan. Si el Inca Garcilaso podía afirmar que "mundo sólo hay uno", hoy esa realidad se vive con la inmediatez de las noticias de la televisión en directo.
Probablemente los historiadores fijarán como fecha el comienzo de la revolución democrática de 1989. Por un lado, con la caída del muro de Berlín, que de hecho fue la del telón de acero corroído por los indomables polacos y los pragmáticos húngaros, seguida de la implosión del imperio soviético, lo cual significó la incorporación de la mayoría de los europeos a sistemas democráticos capitalistas de más de la mitad de los europeos. Pero en todos los continentes se produjeron movimientos cuyas ondas siguen repercutiendo: los casos opuestos de Chile y Nicaragua en América; el fin del apartheid en Suráfrica; las revoluciones democráticas en Asia, triunfante en Filipinas y frustrada en China o Birmania.
En el caso europeo, la afirmación democrática con la proclamación de los derechos humanos y su sistema de garantía judicial está en la raíz misma del inicio del proceso. Significativamente, fue Robert Schuman el que leyó tanto la Declaración de los Derechos Humanos en diciembre de 1948 como la de la Sala del Reloj el 8 de mayo de 1950, que creaba la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Ambos acontecimientos fueron infravalorados en su momento por los comentaristas de la época; sin embargo, son dos piedras angulares que han permitido construir la Unión Europea.
Su esencia ha sido precisamente ir superando todos y cada uno de los elementos considerados como esenciales del Estado de la nación: la soberanía absoluta, el principio de la territorialidad, la no injerencia en asuntos internos, la irresponsabilidad de los mandantarios...
Sobre esta base, al principio de modo implícito y de modo explícito a partir del Tratado de Maastricht, se va afirmando una filosofía política clara de la Unión Europea en la que el Parlamento Europeo desempeña un papel clave.
Para comprobarlo basta releer la primera página del primer ejemplar de EL PAÍS en el que merecía titular el Informe del Parlamento a favor de la democratización en España.
Los rasgos esenciales de esta filosofía son: considerar que los derechos humanos son universales, por lo que no existen fronteras a su reconocimiento y respeto; que forman parte esencial de las relaciones exteriores de la Unión, por lo que la "cláusula democrática" figura en todos los tratados de asociación; que, en casos límite, se plantea el deber de intervención, en el que la Unión va en cabeza en lo que respecta a la ayuda humanitaria y ha incluido en el Tratado de Amsterdam las llamadas misiones Petersberg, de pacificación e interposición. Ciertamente, la Unión no puede erigirse en juez de la situación de los derechos humanos en todo el mundo, pero sí puede y debe defender los valores que han permitido cambiar la faz del continente. También hay que reconocer que existe siempre la tensión con la realpolitik comercial de la Unión y sus Estados miembros, por lo que el "diálogo crítico" es un instrumento poderoso para cambiar mentalidades.
Estos principios ayudan a explicar la actitud europea en casos como el de la democracia en Chile, entre otros, o el de la creación del Tribunal Penal Internacional. En el caso chileno, tan cercano a pesar de la lejanía geográfica, todas las familias políticas europeas apoyaron la enmienda que formulamos al Presupuesto de 1987 que permitió la financiación del plebiscito, ya que el Gobierno pinochetista cobraba la inscripción en el censo en dólares por cabeza (pagar con divisas no es injerencia). Desde entonces, la partida de apoyo a la democracia se ha convertido en un fondo de promoción que se utiliza profusamente en la Europa del Este.
Las reiteradas resoluciones del Parlamento Europeo expresando el apoyo al trabajo que llevó a cabo la Comisión de Verdad y Reconciliación hicieron que en mi discurso como presidente del Parlamento ante el Congreso Pleno en Valparaíso en 1991 expresara la convicción de que en democracia "no había nada atado y bien atado", lo cual provocó los aplausos de los demócratas y una posterior reacción airada de los sectores pinochetistas. Por ello, sin pretender dar lecciones a los demás, ya que a los europeos no nos supera nadie en barbaridades históricas, hemos mantenido una línea muy clara expresada en la mayoría aplastante que ha votado a favor del procesamiento del dictador. También ha apoyado el Parlamento Europeo la creación del Tribunal Penal Internacional. Ahora bien, la globalización en este campo requiere un esfuerzo sustancial de institucionalización, creación de normativas y elaboración de políticas. Resulta complicado que la solidaridad comunitaria se haya roto en el caso Oçalam entre Alemania e Italia, y reviste una clara incoherencia recibir con todos los honores a Kabila en París al tiempo que se celebra el Aniversario de la Declaración.
La actual crisis financiera ha puesto de manifiesto que una globalización sin reglas es un mundo sin ley. La globalización de la democracia con la universalización de los derechos humanos como valores fundamentales plantea la urgente necesidad de ofrecer un sistema jurídico y judicial universal que tenga capacidad para protegerlos y sancionar sus violaciones. Ésta es una razón más para convocar una cumbre sobre la globalización en el marco de la ONU.
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