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Dinámica de pobres y ricos

¿Tienen algo en común las rebajas efectuadas en la fiscalidad sobre la renta, la demanda alemana sobre un justo retorno de sus aportaciones comunitarias, los movimientos independentistas en la Padania italiana y las reclamaciones del presidente Pujol sobre el déficit fiscal de Cataluña?Aunque se presenten como acontecimientos independientes, cada uno con sus explicaciones propias, parece existir una lógica general que puede ayudar a entender, además, otros fenómenos sociales de este final de siglo: los más ricos se rebelan contra las políticas redistributivas y solidarias que supuestamente no les benefician a ellos, exigiendo limitar sus aportaciones a la colectividad aun a costa de que un recorte en las mismas perjudique a los más pobres.

En todos los casos citados, sus protagonistas están lanzando, de manera más o menos sutil, el mismo mensaje: ya está bien de sacarnos dinero para financiar políticas en favor de otros, en apariencia, más necesitados. No se discute la eficacia de dichas políticas, el mejor o peor uso que se hace de esos recursos, y tampoco es una reedición de la vieja disputa entre eficiencia y solidaridad. No. La cosa es más primaria: no quieren seguir aportando tanto dinero a una caja común que los reparte con criterios redistributivos de los que, por definición, al ser más ricos, se benefician poco o menos que otros. Recordemos que la revuelta de la Padania empezó con la exigencia de no pagar más impuestos para subvencionar al subdesarrollado Sur italiano. La teoría del justo retorno alemán se acompaña de la supresión del Fondo de Cohesión y recortes en otros fondos de los que se benefician quienes están por debajo de la renta media. La demanda catalana sobre su déficit fiscal significa reducir las transferencias de nivelación que el Estado central realiza en favor de las comunidades menos avanzadas. Por último, bajar los impuestos sobre la renta es una exigencia de quienes pagan mucho y luego no hacen uso de los servicios públicos de enseñanza o sanidad al optar por servicios privados alternativos que financian desde su mayor capacidad de pago.

La sabiduría popular constata el hecho de que siempre ha habido pobres y ricos, manifestando su escepticismo respecto a las utopías sociales al añadir que siempre los habrá. Dejando al margen esta última parte de la afirmación, las relaciones entre pobres y ricos han sido abordadas desde tres modelos interpretativos distintos, vinculados a realidades productivas también diferentes. El más pesimista lo analiza como un hecho natural frente al que nada se puede hacer excepto animar a la caridad de los ricos para que los pobres sobrelleven su desgracia en mejores condiciones. No hay nada que cambiar en la sociedad salvo influir sobre las conciencias de los ricos con distintos tipos de argumentos, religiosos o no, para que incrementen sus donaciones privadas en favor de los pobres.

La segunda explicación introduce una novedad sustancial: la necesaria explotación de los pobres por parte de los ricos. Los ricos son ricos porque explotan a los pobres. Para que haya ricos es necesario que haya pobres y, por tanto, para que los pobres dejen de serlo tienen que acabar con la riqueza excesiva de unos pocos. Se recurre así a la dinámica del enfrentamiento, bien entre las clases sociales, bien entre naciones desarrolladas y subdesarrolladas.

La tercera interpretación transforma la lucha en cooperación al reconocer que los ricos serán más ricos en la medida en que los pobres dejen de serlo y tengan poder adquisitivo suficiente para comprar los productos que, de forma masiva, se producen bajo la propiedad de los primeros. La necesidad de convertir a los pobres en consumidores obteniendo los ricos una ganancia con ello justifica políticas de redistribución de renta en beneficio mutuo como las englobadas en el llamado Estado de bienestar o en la Ayuda al Desarrollo del Tercer Mundo.

Esta dinámica cooperativa, que nos ha permitido disfrutar en las últimas décadas de las mayores tasas de crecimiento económico y bienestar social de la historia, es la que se está poniendo en cuestión ahora, transmitiendo la idea de que hemos alcanzado ya un nivel aceptable de igualdad entre individuos y territorios que hace innecesario el seguir dedicando tantos recursos a la redistribución. Nótese que esta rebelión de los ricos no ataca, de momento, la necesidad misma de la cooperación, sino sólo su cuantía. Aunque al introducir una lógica contable -cuánto aporto, cuánto recibo- en las relaciones sociales resquebraje la idea de colectividad como entidad propia y ponga en cuestión su legitimidad para imponer políticas de este tipo.

Los argumentos utilizados para reducir los niveles de solidaridad están llenos de trampas al basarse en cálculos sesgados. Por ejemplo, no se pueden cuantificar sólo las relaciones financieras efectuadas a través de un presupuesto público sin tener en cuenta los beneficios que de las mismas obtienen los mayores contribuyentes en términos de comercio, inversiones o paz social. Como tampoco parece correcto medirlas con base territorial en los casos en que su aplicación está pensada sobre individuos o sin tener en cuenta la herencia relativa de capital público acumulado por dicho territorio. Pero lo que se está poniendo sobre el tapete no es un debate económico -que también debe tener su espacio-, sino uno político en el que sobresalen dos cuestiones: si nos consideramos tan satisfechos con lo conseguido en la lucha contra la desigualdad como para eliminarla de las prioridades públicas, al menos, en cuanto a la intensidad de los recursos dedicados y, en segundo lugar, qué ha cambiado en nuestra sociedad para que esa resistencia por parte de los ricos a la solidaridad pública, que siempre ha existido en círculos minoritarios, sea ahora una bandera presentable a la que se enganchan, incluso, gentes de izquierda.

Parece que la polarización entre pobres y ricos se ha reducido como consecuencia, entre otras cosas, de las políticas redistributivas aplicadas, que han mostrado, con ello, su efectividad. Pero la consolidación de las clases medias permite pensar ahora en la posibilidad de articular, en algunos países y regiones más ricos, un bloque de intereses que puede ser mayoritario en unas elecciones, en torno a la demanda de menor presión fiscal con fines redistributivos. Además, en la sociedad globalizada, los pobres no sólo son minoritarios, sino que su concurso económico no es ya determinante para la obtención de beneficios por parte de los nuevos ricos, lo que facilita su marginación, como puede comprobarse viendo la indiferencia internacional frente a la realidad de África o la pasividad con que se asumen las nuevas formas de pobreza que vemos en nuestras sociedades ricas.

La dinámica entre pobres y ricos está cambiando de nuevo. Pero todavía estamos a tiempo de escoger entre dos alternativas: revisar la primera interpretación de dicha relación aceptando que las actuales desigualdades sociales o territoriales vuelven a ser naturales y nada, salvo la caridad, se puede hacer para corregirlas, y menos que nada políticas públicas redistributivas, que, obviamente, sólo pueden pagar los nuevos ricos. O pensar que la puesta en práctica de dicho modelo incrementaría el número de pobres -en Estados Unidos se habla ya de trabajadores pobres como una nueva categoría- y proceder a una actualización del pacto social basado en la cooperación que empiece por una revisión profunda de los instrumentos de solidaridad utilizados hasta ahora y que fundamente dicha cooperación en una lógica distinta a la del mutuo beneficio.

Descartado un regreso al enfrentamiento como estrategia, quizá la diferencia hoy entre izquierda y derecha, o entre tercera vía y nuevo centrismo, radique en la importancia relativa que concedan en sus políticas a una mezcla entre esas dos alternativas.

Jordi Sevilla es economista.

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