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Cartones

LUIS GARCÍA MONTERO Las calles son todavía un paisaje infinito y variopinto de cartones. Aunque la noche de Reyes se va alejando como un camello pensativo en la rutina del calendario, este fin de semana las calles siguen tomadas por las cajas, los plásticos, los papeles de regalo y el colorido deshecho de la fiesta. Bécquer habló de la extraña imagen de una flor junto a un volcán, unos lirios en las faldas del Vesubio, para simbolizar la cercanía de la duda y la ilusión, el diálogo azaroso de la esperanza y el escepticismo. Los paseantes de enero asistimos a la conversación de las cajas de juguetes y los contenedores, ese sibilino hermanamiento entre la basura y la felicidad que tienen todas nuestras celebraciones del consumo. Las verbenas del tiempo unen los bailes y la lluvia, el instante lujoso de la primera canción y la nobleza decadente de las orquestas cansadas y las plazas vacías. Todas las verbenas se alejan en el calendario con las alforjas esquilmadas de un camello oriental. Pero además de la canción y la lluvia, estas mañanas de enero unen la felicidad y la basura moral, el derroche de unas ciudades que viven la fábula del bienestar, representando al mismo tiempo el papel de la hormiga y la cigarra. Somos una caja vacía de cartón. Almacenamos durante un mes los elegantes diseños del perfume, el colorido grandilocuente de los juguetes, la exactitud ejecutiva de los ordenadores, y luego, después de la sorpresa y del reconocimiento familiar del amor convertido en gasto, sacamos la metáfora de nuestra intimidad moral a la calle, y la dejamos donde corresponde, en un contenedor de basura. La caja de cartón es hoy un desperdicio, lo que el bienestar y la celebración privada se atreven a poner en la vía pública. Hace apenas 25 años, los cartones hubieran sido un bien en sí mismos, el camino para llegar a las fortalezas de la imaginación, las casas de muñecas, los coches y los campos de fútbol. El primer Campeonato Mundial que ganó la selección española se celebró un mes de enero de 1968, en la casa de un niño que se llamaba como yo, con una pelota de plástico y una portería de cartón. No soy apocalíptico, no creo que el dinero y la técnica pongan en peligro la imaginación de los niños. Me limito a escribir lo que me aseguran mis recuerdos: en muy pocos años hemos cruzado la frontera, ya no necesitamos los cartones. Si algún paseante curioso se detiene en un contenedor y lee los créditos de las cajas festivas, comprobará que nuestros hijos se divierten ahora con estupendos y sutilísimos juguetes fabricados por la mano barata de China y Thailandia. La miseria vive también junto a la vanguardia. La Madre España se levanta esta mañana decidida a hacer orden, a recuperar la normalidad de la casa, tomada desde el 6 de enero por los papeles de regalo, los plásticos y los cartones. Reúne los deshechos, baja las escaleras de su edificio, el bloque Europa, y amontona las cajas en un contenedor de Algeciras, el que ponen los barrenderos en la calle Patera, 1, a la orilla del mar. Pero no todo es perfecto. Las cajas se amontonan en un barrio de jubilados, frente a una guardería sin juguetes. Junto al volcán, la flor.

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