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¿Estado confederal o confederación de Estados?

Los conceptos de Estado federal y de confederación han sido, junto con otros parejos, fuente permanente de disputas. Algunas de ellas han reaparecido entre nosotros al calor de la declaración que en Barcelona suscribieron, meses atrás, el Bloque Nacionalista Galego, Convergència i Unió y el Partido Nacionalista Vasco. Cuando hablo ahora de disputas, no me refiero a las derivadas de la confrontación de proyectos políticos que, legítimamente, esgrimen visiones distintas con respecto a la conveniencia de una u otra fórmula. Lo que tengo en mente es, antes bien, la presencia de criterios muy dispares a la hora de evaluar lo que es un Estado federal o las condiciones que deben revelarse para que pueda hablarse de una confederación. Si el uso periodístico de estos términos, a menudo poco riguroso, ha enturbiado algunos debates, tampoco puede despreciarse la perniciosa influencia ejercida por los propios calificativos, tantas veces cargados de equívocos, que los Estados se atribuyen. Baste con recordar que Suiza es un Estado federal por mucho que haya dado en llamarse Confederación Helvética, de la misma suerte que la URSS de otrora se antojaba en los hechos un Estado unitario hipercentralizado pese a la retórica que lo describía como un Estado federal. Dicho esto, bueno es que recordemos someramente cuál es la visión más extendida de lo que significan los conceptos que nos ocupan. En ella suele distinguirse entre tres fórmulas de relieve: el Estado unitario, el Estado federal y la confederación de Estados. El primero, el Estado unitario, reserva al poder central todas las capacidades y rechaza, al menos en la teoría, cualquier veleidad descentralizadora. Y digo en la teoría porque muchos de los Estados unitarios contemporáneos han asumido una progresiva descentralización, unas veces por la vía de la creciente complejidad de sus funciones administrativas, otras de resultas de una decisión política que ha abocado en genuinas estructuras, bien que delegadas y dependientes, de autogobierno. Tan es así que en muchos casos se ha hablado de "Estados unitarios descentralizados". El criterio más común entiende que el Estado de las autonomías perfilado en la Constitución española de 1978 se ajusta en plenitud a esta realidad novedosa y se halla a mitad de camino, así, entre los Estados unitarios clásicos y los federales.

La teoría dice también que en un Estado federal, que es un Estado en el sentido pleno de la palabra, se distingue entre el ámbito del poder central y el correspondiente a las diferentes entidades federadas, que lo común es que dispongan de capacidades de autogobierno mayores que las imaginables en los Estados unitarios descentralizados. Esto aparte, en un Estado federal deben hacerse valer algunos requisitos que no tienen carta de naturaleza en los Estados unitarios. Entre ellos se cuentan la existencia de una Cámara de representación territorial, el desarrollo de mecanismos que permiten que las entidades federadas participen en la configuración de la voluntad común o la posibilidad de que esas entidades modifiquen por su cuenta sus constituciones, siempre y cuando no vulneren lo establecido en la Constitución federal. Es verdad, sí, que hay numerosos ejemplos de Estados federales que no satisfacen de manera puntillosa estos requisitos, como es innegable -y esto resulta más relevante por lo que tiene de recordatorio de la condición nebulosa de estos conceptos- que no todos los Estados federales exhiben un grado de descentralización mayor que el que se manifiesta en algunos Estados unitarios descentralizados. Las cosas como fueren, ejemplos de Estados federales son el de Alemania, el de EEUU o el de Yugoslavia, que feneció en 1991.

A diferencia de los dos conceptos anteriores, el de confederación no remite a una forma de vertebración interna de un Estado. La teoría reserva este término para dar cuenta de un pacto que, en virtud de un acuerdo internacional, y con intención de prolongarse en el tiempo, suscriben Estados plenamente independientes y soberanos que, sin perder tal condición, deciden poner en común algunos elementos -las necesidades militares han estado en el origen de muchas confederaciones- de sus políticas. Conforme a esta definición, parece claro que no debe hablarse de Estado confederal y sí de confederación de Estados. Un ejemplo de confederación lo aporta hoy la Comunidad de Estados Independientes, la CEI, cuyas doce partes integrantes son Estados soberanos que, sin renunciar a su condición de tales, han optado por establecer, o al menos esto es lo que parece, determinados elementos de política común.

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Hechas estas rápidas, y a buen seguro demasiado simples, observaciones llega el momento de preguntarse qué sentido tiene hablar, como entre nosotros se hace en los últimos tiempos, de Estado confederal. Al respecto, lo primero que cabe suponer es que la expresión no es producto de la improvisación, y menos aún del error, y ello aun cuando -esto es al menos lo que aquí se sugiere- no delimita una realidad fácilmente comprensible y acaso debiera ser sustituida por otra, la de confederación de Estados, que acabamos de invocar. Examinemos, de cualquier modo, algunas de las observaciones que pueden aportarse a la hora de discutir si es saludable o no -más aún, si es clarificador o no- hablar de Estado confederal.

En primer lugar, la acuñación de la expresión podría responder al deseo de trascender un modelo de Estado, el federal, percibido como un paso en falso en el camino hacia la plena emancipación de viejas tutelas. No parece, sin embargo, que haya otro horizonte de superación del Estado federal, en el sentido de amplificación de las atribuciones de las partes que lo integran, que el que conduce a una independencia plena a la que podría seguir, eso sí, la firma de un acuerdo confederal entre Estados ya independientes. En otras palabras, y de nuevo con arreglo a una teoría cuyas limitaciones ya hemos glosado, el Estado federal se antoja la cima de la descentralización y del autogobierno imaginables en el marco de un Estado común.

En segundo lugar, se ha aducido que en el núcleo de un Estado confederal se insertaría el principio de la soberanía compartida. Limitémonos a subrayar que el contenido de este principio ha suscitado visiones muy enfrentadas. Así, hay quienes aducen que también en los Estados federales tiene pleno vigor la regla de una soberanía compartida entre el centro federal y las entidades federadas. Algunas de las lecturas de la Constitución española de 1978 sugieren que en ella era perceptible también el ascendiente del principio que nos ocupa, con la soberanía compartida entonces entre el Estado central y las comunidades autónomas emergentes. Claro que, para embrollar aún más el debate, no faltan tampoco los convencidos de que nos encontramos ante una contradictio in terminis: la soberanía no puede compartirse, en la medida en que su condición exige, por definición, su carácter pleno y absoluto.

Si los defensores de un Estado confederal estiman, como parece colegirse de algunas declaraciones, que un rasgo decisivo de aquél sería el hecho de que la soberanía reside en cada una de las partes integrantes, que optan, eso sí, por compartirla, siquiera temporalmente, con una instancia más o menos unificadora, habrá que concluir que el término chirría un tanto. Aunque está lleno de sentido en lo que tiene de voluntad de subrayar dónde reside el peso de la soberanía -en las partes que firman, y no en la instancia unificadora-, habrá que preguntarse una vez más si la propuesta en cuestión no remite, antes bien, a una confederación de Estados que, independientes y soberanos, optan libremente por poner en común algunas de su políticas.

No es fácil imaginar, por decirlo de otra manera, que entre el Estado federal y la confederación -dos fórmulas ontológicamente diferentes- exista un escalón intermedio en el que se manifiestan simultáneamente rasgos de uno y de otra, y ello aunque con alguna generosidad pueda admitirse que las formas menos laxas de confederación en algo se asemejan a las más abiertas y concesivas de Estado federal. En un plano próximo, no parece que el término Estado confederal sea de recibo para dar cuenta de realidades, nebulosas y poco edificantes, en las cuales un Estado federal funciona en los hechos a la manera de una confederación, o una confederación se despliega en la realidad como si de un Estado federal se tratase.

Según alguna de las visiones al uso, y en tercer lugar, el sentido de fondo de la reivindicación de un Estado confederal estribaría en que a su amparo se vería reconocido sin tapujos el derecho de autodeterminación de las partes integrantes de aquél. No parece, sin embargo, que el asunto de la autodeterminación tenga demasiado que ver con nuestra polémica. Subrayemos, por lo pronto, que el derecho de autodeterminación puede reconocerse en el marco de un Estado federal -e incluso, seamos imaginativos, de un Estado unitario-, de tal suerte que no se antoja imperiosamente necesario perfilar con este propósito una entidad nueva como sería, a la postre, un Estado confederal. Esto aparte, y en buena lógica, si lo que impera es el designio de garantizar la posibilidad futura de la autodeterminación, no parece que un Estado confederal sirva de gran cosa: tal Estado sería uno de los resultados posibles de la aplicación pasada del derecho de autodeterminación antes que el aval para su despliegue venidero. En algunos de los análisis que han visto la luz en los últimos meses se ha sugerido, en fin, que tras la demanda de un Estado confederal despunta un apreciable designio de moderación: como quiera que la propuesta incluida en la declaración de Barcelona levanta ampollas en muchos de los poderes establecidos, se trataría de subrayar que a su amparo se sigue reivindicando, pese a apariencias y lecturas interesadas, un Estado común, con lo cual se estaría rehuyendo, por fuerza, el horizonte que se perfila en torno a una palabra de emotivas connotaciones: independencia. Esta lectura de los hechos, ajustada o no, tiene un liviano valor que en lo que a la discusión de procesos reales -y entre los reales se incluyen, por qué no, los jurídico-formales- se refiere. Por eso, y por una razón adicional como es la de que no parece haber en el planeta ejemplo alguno de Estado confederal, sería acaso saludable que los firmantes de la declaración varias veces mencionada sopesasen si no es más razonable concretar sus demandas en una confederación de Estados.

Con tantas disputas terminológicas que se cruzan, y con conceptos tan evanescentes, nada sería más absurdo que pretender que las tesis aquí defendidas son irrefutables. Aceptaré por ello de buen grado que me enmienden la plana, si así les parece, quienes sostienen que es preferible utilizar el término Estado confederal, y no el de confederación de Estados, o, en su caso, quienes sugieren que nos hallamos ante dos realidades palmariamente distintas.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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